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Quién se ha llevado mi playa

Los temporales de primavera dejaron un escalón en la playa de Cádiz y a algunos sintiéndose al borde de un precipicio. De metro y medio, pero precipicio al fin y al cabo. De abismo lo han llegado a calificar. Se ve que el miedo a las alturas es algo muy personal, porque los usuarios de la playa, sean gaditanos o foráneos, parecen no tener gran problema con el escalón, que no precipicio ni abismo, como se ha podido comprobar desde que el mal tiempo se alejó y empezó a apretar el calor. Cuestión de moverse para un lado.

Los que se sienten al borde de un abismo son los llamados empresarios de playa, es decir, los concesionarios de chiringuitos y otros servicios lucrativos, que viven con el alma en vilo la impredecibilidad de la climatología marítima. Pero el mar es así. Impredecible, azaroso, traicionero, juguetón. Tiene su propia dinámica. Entiende poco de rentabilidad de negocios, amortización de inversiones y periodos de explotación. Va a su bola. Más bien a su ola.

Pero parece que los que tienen negocios al borde del mar también siguen su propia onda. Rápidamente, trasladan al Ministerio de Agricultura, Alimentación y Medio Ambiente, responsable de las actuaciones de conservación de las costas, la urgencia de intervenir para reparar el descalabro que produce cada cierto tiempo la naturaleza. Se sienten “más indefensos ante la administración pública que ante la propia lluvia”, “lamentan la escasa capacidad de reacción” de aquella —para salvar sus negocios, entiendo—. Su postura me recuerda a la de los liliputienses Hem y Haw del cuento de autoayuda empresarial ¿Quién se ha llevado mi queso?, de Spencer Johnson. Al igual que aquellos, que, por puro hábito, consideraban de su propiedad el queso aparecido de no sabían dónde, los explotadores de chiringuitos tienden a considerar que la playa es suya o, al menos, que está al servicio de sus negocios. Y al igual que el liliputiense Hem creía tener derecho a su queso cuando descubrió que este había desaparecido, los concesionarios de chiringuitos creen tener derecho a una playa en perfecto estado de explotación turística. Sin embargo, a diferencia del cuento de Johnson, cuya moraleja —o moralina— pretende mostrar que lamentarse no sirve de nada y hay que encontrar el camino para adaptarse al cambio, aquí la lamentación sí que funciona y el Ministerio anuncia rápidamente un fondo extraordinario para reparar las playas. Se ve que las estrategias para el éxito empresarial que proponía Johnson no son aquí las más eficaces.

Los explotadores de chiringuitos no son los únicos que aprietan. Todo el sector turístico constituye un grupo de presión para que las playas sean intervenidas de urgencia. Y el resultado es inmediato e insólito en los tiempos políticos que corren. Esta misma semana, el Parlamento de Andalucía ha aprobado por unanimidad una moción reclamando al Gobierno central que regenere las playas andaluzas afectadas por los últimos temporales. «Queremos 550.000 euros por kilómetro en nuestras playas”, reclamaba el diputado socialista que presentó la moción. Por unanimidad. Ningún grupo parlamentario pone en cuestión la idoneidad de las mal llamadas regeneraciones de playa —no son más que aportes artificiales de arena, rellenos, pero no recuperan el funcionamiento de la playa como sistema—. Ninguno alcanza a entender que la arena que se han llevado los temporales recientes es la que se aportó, en el caso de Cádiz por ejemplo, hace apenas un año y que esta forma de enfrentar el problema genera una dependencia continuada de nuevos aportes artificiales de arena. Nadie cuestiona si dicha inversión está justificada ambiental y socialmente. Nadie se plantea que tapando boquetes y escalones en las playas perdemos, además, una oportunidad excepcional de entablar una relación distinta con nuestro litoral, de diseñar estrategias de adaptación al cambio, basadas en la resiliencia. Tanto consenso político asusta. Consenso que además contrasta con la falta de él para llevar a cabo otras regeneraciones, la de la vida de las personas, la de la política, la de las instituciones. Y más asusta la enmienda añadida por Ciudadanos de “pedir a la Junta que colabore para proporcionar seguridad jurídica a los chiringuitos”. Lo que significa, ni más ni menos, que legalicen los chiringuitos ilegales, pues los legales ya tienen seguridad jurídica. Por unanimidad.

Pero ese entender las playas al servicio de los negocios turísticos, y no al revés, es una absoluta perversión de los principios de la Ley de Costas, e incluso de la Constitución Española, que declara aquellas como bienes de dominio público y, por tanto, al servicio del interés general. Es más, las costas —la zona marítimo-terrestre, las playas, el mar territorial y los recursos naturales de la zona económica y la plataforma continental— son los únicos bienes a los que la Constitución reconoce per se su carácter de dominio público. No hay, por tanto, nada más público que una playa y, sin embargo, no hay territorio más codiciado. Ninguno otro soporta tanta presión social y económica. Y es que sobre ellas se sustenta el turismo de sol y playa, que representa la principal actividad económica del país. Más exactamente sobre los 1.800 km de playas españolas, que suponen 5,3 millones de m². Es decir, el 0,001% de la superficie del Estado español produce más del 8% del PIB. No existe un terreno económicamente más rentable. Y, consecuencia de ello, no existe tampoco un espacio público más mercantilizado.

Un negocio demasiado suculento para que los chiringuitos mantengan el carácter eminentemente de servicio público que establece la Ley de Costas y su Reglamento. Establecimientos expendedores de comidas y bebidas los denomina asépticamente aquel, como para situarlos, inutilmente, al mismo nivel que los aseos, vestuarios, duchas u otros servicios de playa. La legislación de costas ni siquiera ampara que la mayoría de chiringuitos actuales estén situados sobre la arena de la playa, algo que, según aquella, solo debería ocurrir si a juicio de la Administración no es posible ubicarlas sobre el paseo marítimo o los terrenos colindantes. Pero resulta que el paseo marítimo de Cádiz, como el de otras muchas poblaciones costeras, está repleto de establecimientos de hostelería, por lo que salvo Cortadura y Santa María del Mar —esta última debido al acantilado que separa la playa del paseo—, no parece muy justificable que la lámina de arena se explote para establecimientos hosteleros, pues el servicio a los usuarios de la playa está más que cubierto. Es más, la futura peatonalización del paseo marítimo —o reducción de viario en el caso de Amilcar Barca y Fernández Ladreda— va a dar una mayor conectividad entre los establecimientos situados en el paseo y la playa.

Es conocido que la Administración de costas fue tradicionalmente laxa con las exigencias legales a los chiringuitos. Y, si ha perpetuado durante tres décadas situaciones de evidente ilegalidad, que ni siquiera la aún más laxante reforma de la Ley de Costas del PP ha conseguido regularizar, cómo no iba a pasar por alto sutilezas como la anteriormente expuesta. Por desgracia, todos han sido cómplices de anteponer la explotación económica de las playas al servicio público, decantándose siempre la disyuntiva entre servicio público y negocio a favor de este último. De alguna manera, hay una privatización encubierta del espacio público por excelencia, que no está en la ocupación en sí misma, sino en plegar los intereses públicos, las políticas y la gestión del espacio al negocio privado.

A esa privatización han contribuido sin duda algunos ayuntamientos como el de Cádiz, que, con sus chiringuitos, ha exprimido esa concepción mercantilista de la playa, llevándola en algunos aspectos al extremo. El ayuntamiento gobernado por el PP comerció con las playas, las vendió al mejor postor. La Asociación de Empresarios de Playas denunció incluso que la adjudicación de la explotación de los chiringuitos en 2014 fue una subasta encubierta, pues el único criterio determinante era la oferta económica al alza. Si los precios de licitación oscilaban, según el chiringuito, entre 12 y 26 mil euros, los de adjudicación alcanzaron los 60 mil. Canon del Ministerio aparte. A esto hay que sumar, además de los costes de explotación, el coste de la instalación, es decir, el propio chiringuito, que rondó unos 150.000 € y la inversión en mobiliario y maquinaria. Costes a amortizar en el plazo máximo de concesión de 14 años, y funcionando en general 6 meses al año.

Como consecuencia de ello, los chiringuitos de Cádiz se han convertido en restaurantes de postín. O aspiran a ello para rentabilizar la inversión y soportar los elevados costes de explotación. Se alejan así de su carácter de servicio público, pervirtiendo el espíritu de la Ley de Costas. No están al servicio de la playa, sino que tienen la playa a su servicio. Son restaurantes como los que puede haber en cualquier otro punto de la ciudad, pero con una ubicación que sueñan privilegiada —hasta que llega el temporal—. Chiringuitos en los que no se vende un simple bocadillo o una tapa de tortilla y cuya carta se aleja del bolsillo de una familia media gaditana. Chiringuitos en los que lo más parecido a una comida popular es una ración de croquetas congeladas o nuggets precocinados, fabricados con la misma pasta de subproductos de la industria cárnica y aglomerantes que los que venden en cualquier restaurante de comida rápida, pero varias veces más caros y servidos en platos elegantes con vistas al mar. Los chiringuitos en Cádiz, no es que no sean para todos, es que no son para la mayoría. El gaditano medio vive la playa al margen de ellos, cuyo público es fundamentalmente turístico. Y si es así, si los chiringuitos no están prestando un servicio público, si no son para el disfrute de una mayoría social, carece de sentido que ocupen dominio público. Locales hay en suelo urbano para negocios de hostelería.

Las cosas se maquillan, sin embargo. Todo se justifica por ese concepto que suele ir tan en contra de los cosumidores como es la calidad turística. La calidad turística entendida como turismo para privilegiados, claro. Pero, en el fondo, la justificación del modelo de adjudicación ha sido hacer caja y, de paso, aprovechar para aplicar, como objetivo oculto, el mismo modelo de ciudad clasista que el PP ha tratado de implantar durante 20 años en el resto de ámbitos de la ciudad. Si la Ley de Costas consagraba el carácter público de las playas y el derecho a su disfrute por todos en condiciones igualitarias, estrategias mercantilistas como la llevada a cabo con los chiringuitos nos devuelve a la playa para pobres y la playa para ricos. Con la excusa de sacar el máximo rendimiento a estas explotaciones y que el mantenimiento de los otros servicios de playa no repercuta en las arcas municipales, lo que se esconde es excluir a una gran mayoría social de un servicio público y ahorrar dinero en impuestos a una minoría. A la minoría que tiene dinero para disfrutar de los chiringuitos de postín. Hay por tanto nuevamente un trasvase neto de recursos y derechos de los sectores más populares de la sociedad a los sectores más privilegiados. Nuevamente, las políticas públicas al servicio de las minorías.

Y nuevamente, como ocurre siempre cuando se hace la lectura adecuada, los intereses sociales y  ambientales se alían. Si la Ley de Costas se cumpliera y los chiringuitos se situaran donde deben, y si no tuvieran unos costes de explotación tan elevados y estuvieran dirigidos a un público mayoritario, gran parte de la presión para que las playas sean reparadas y se realicen transfusiones de arena —y de dinero público— de urgencia se reduciría. Y así, otras políticas de costas serían posibles.

Fotografía: Antonio Luna del Barco