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Arturo martinez

Fotografía: Arturo Martínez

A primeros de junio salimos mi mujer, mi cuñada y yo rumbo a Atenas, no dispuestos a conocer toda la inabarcable Grecia, pero sí al menos a sumergirnos en el Peloponeso, la península rebelde, el corazón de los griegos.  El Peloponeso, cuna de Olimpia, Micenas y Esparta, fue siempre la última zona en caer en manos de los invasores, fueran persas, macedonios, romanos, cruzados u otomanos. Fue el hueso más duro de roer para cuantos ejércitos pasaron por allí en el curso de la historia. Y empezaríamos por la Argólida, sede del imperio micénico, escenario de algunos de los trabajos de Hércules, lugar de origen de varios de los argonautas y escenario de tantos otros episodios de la historia griega.

Las diferencias entre el Peloponeso y el resto de la Grecia continental se perciben nada más cruzar el istmo de Corinto, que con sus solo seis kilómetros de ancho ha sido una vía permanente de invasiones, tanto del sur hacia el norte como viceversa. Desde la autopista solamente atisbamos el canal del mismo nombre, que une los golfos de Corinto y de Saronia; una obra digna del mismo Hércules, que se comenzó a construir en el siglo VII ANE (antes de nuestra era), bajo el mandato del tirano Periandro de Corinto. La obra se reanudó por orden de los emperadores romanos Julio César y Néron, pero no consiguieron terminarla.

En 1830, con la independencia griega, renació la idea de construir el canal. Dos empresas francesas quebraron en el intento, al resultar su construcción mucho más cara de lo presupuestado. Y cuando en 1893 se terminó el canal con dinero público resultó que no había demanda suficiente como para amortizar el coste con el peaje que pagaban los barcos. Aeropuertos sin aviones, canales sin barcos, estaciones sin trenes… seguro que os suena la historia, aunque la del canal es de hace más de cien años y las otras han pasado en España hace nada.

Para acabarlo de arreglar, las fuertes corrientes, los vientos muy intensos y los desprendimientos de tierra constantes dificultan extraordinariamente la navegación. Hoy en día su principal uso es como atracción turística; por él circulan cientos de cruceros cada año.

A ambos lados del istmo el paisaje era muy diferente. Mientras que en el lado norte se sucedían las segundas viviendas de los atenienses, mezcladas con chatarrerías y naves industriales abandonadas, en la orilla sur predominaban los valles con viñas, naranjos, cipreses e higueras, las camionetas cargadas de fruta, las montañas coronadas por fortalezas imposibles y las laderas cubiertas de olivos y matorrales. Olía a tomillo, a romero, a lavanda…

En un par de horas llegamos a Nauplia, donde habíamos alquilado uno de esos denostados apartamentos turísticos, y donde, tal y como nos había advertido nuestro anfitrión, nos perdimos y tuvimos que preguntar varias veces antes de dar con la casa. Si los pollitos y la mayoría de los humanos cuentan de izquierda a derecha, y los antiguos concejales de Cádiz de derecha a izquierda, nunca llegaré a entender cómo cuentan los argólidas. Nuestro número, el 24, estaba situado entre el 39 y el 18, justo enfrente del 41. Fácil ¿a que sí?

Esa misma noche salimos a tomar un primer contacto con la ciudad, rodeando la imponente fortaleza de Palamidi, construida por los venecianos doscientos metros por  encima de Nauplia, allá por los siglos XVII y XVIII. Nos pareció imposible que pocos años después de su terminación la tomaran los turcos, que retuvieron su control hasta la independencia griega. En la actualidad los nombres de sus bastiones honran a Epaminondas, a Aquiles, a Leónidas y a Temístocles, los grandes generales de la Grecia Clásica.

Nos encontramos un casco antiguo lleno de turistas, mayoritariamente griegos, porque el lunes se celebraba el día de Todos los Santos (bueno, de todos no, de los ortodoxos nada más) y muchos habían aprovechado el puente para ir a pasar unos días cerca del mar. Acabamos cenando en una terraza frente a un edificio en el que se leía (en alfabeto griego, por supuesto) Museión Polemikós. Pero el museo no exponía las obras más polémicas del arte contemporáneo, sino objetos relacionados con la guerra, la Pólemos. Uno de los muchos falsos amigos que a lo largo del viaje iríamos encontrando entre nuestros dos idiomas.

El domingo nos levantamos tarde, todavía arrastrando el cansancio del viaje, y cuando salimos de Nauplia con nuestro cochecillo ya caía el sol cocinheiro da gente, que cantan Les Luthier. Menos mal que el navegador del coche nos llevó por atajos inverosímiles, entre campos de granados, naranjos, albérchigos, cipreses y melocotoneros, hasta una pequeña colina sobre la que se levantaba Tirinto, una de las muchas fortalezas micénicas que existieron en la Argólida.

Tirinto impresiona nada más acercarse: estaba rodeada por unos muros ciclópeos, construidos con sillares de varias toneladas de peso, que resulta difícil entender cómo los pudieron mover en el siglo XIII ANE. No en vano Homero la llamó “la bien amurallada” y Pausanias, autor en el siglo II de la primera guía de viajes por Grecia que se conoce, decía que “sus piedras sin labrar son tan grandes que dos mulas no pueden siquiera mover la más pequeña de ellas”. Si hoy en día parece inexpugnable, me imagino lo que debían sentir al verla no solo cualquier presunto atacante, sino también los esclavos y siervos que tuvieron que construirla, a la vez que cultivaban alimentos para el rey y los nobles que allí vivían.

Comparado con las murallas, el palacio real no parece que fuera gran cosa: el salón de trono tenía solo unos cuarenta metros cuadrados y el dormitorio de rey no más de diez o doce. Muy poco para hoy en día, pero probablemente mucho en aquellos tiempos, sobre todo si lo comparamos con las viviendas de los siervos.

Terminada la visita a Tirinto y dando un salto en el tiempo nos acercamos a la vecina Argos, en la que vivieron los aqueos Agamenón y Orestes y que fue una importante capital de los dorios. En guerra casi permanente con Esparta, Micenas y Tirinto, quizás su mayor aportación a la cultura política haya sido la invención del ostracismo, hoy en día por desgracia en desuso. El ostracismo consistía en reunirse un número suficiente de electores como para que hubiera quórum; cada votante escribía en un pedazo de vasija el nombre del conciudadano al que consideraba más impresentable y el que obtenía más votos era expulsado durante diez años de la ciudad y sus dominios. ¡La de disgustos que íbamos a ahorrarnos si lo aplicáramos aquí, tanto a nivel local como autonómico y estatal!

Con la llegada de los romanos se acabó su independencia y fue pasando sucesivamente por diversas manos, entre las que destacan las de los almogávares aragoneses, los francos, los otomanos y los venecianos.

De toda esta densa y dilatada historia poco ha sobrevivido hasta nuestros tiempos: un teatro romano con capacidad para veinte mil espectadores, el ágora con varios templos también romanos, y el castillo bizantino de Larisa, que domina la ciudad y al que no fuimos capaces de subir bajo el calor del mediodía. El museo arqueológico estaba cerrado indefinidamente, como nos pasaría con otros centros culturales en todo el viaje; los recortes siempre empiezan por lo que parece más débil, más prescindible. Cuando suprimen servicios culturales normalmente nos callamos, porque no nos afectan directamente. Pero como decía el pastor luterano Martin Niemöller (y no Bertold Brecht), “Cuando finalmente vinieron a por mí, no había nadie más que pudiera protestar”.

Era mediodía, el calor apretaba y lo que apetecía era buscar un restaurante para comer algo y beber algún vinillo de la zona. Cosa nada difícil en Nauplia, donde los cafés y restaurantes ocupaban prácticamente todos los bajos del paseo marítimo y muchos más locales de la ciudad vieja. Pero buscando un restaurante que nos gustara pasamos por delante del museo arqueológico, y no nos pudimos resistir. Este novísimo y excelente museo contaba con una magnífica colección de piezas micénicas procedentes de varios yacimientos de la zona, muy bien expuestas y explicadas, y con un empleado, casado con una aragonesa, que hablaba un español perfecto.

Ni el museo ni el restaurante nos decepcionaron, cada uno en su línea.

Después de una buena siesta volvimos al centro, a disfrutar de un perfecto atardecer de domingo junto con los turistas nacionales, acompañados por montañas de niños que correteaban por el cantil del muelle y comían helados. Mientras, sus padres admiraban una puesta de sol de libro sobre el islote amurallado de Bourtzi y el golfo Argólida. El telón de fondo lo ponían los montes Parnón tras la costa de Tsakonia. Me gusta cómo educan los griegos a sus hijos; no digo que sea una educación libertaria, pero sí mucho más independiente que la de los españoles. Desde que pueden caminar, caminan, no los llevan en una sillita para que no molesten; desde que pueden correr, corren, sin miedo a que se hagan daño, sin miedo siquiera a que se caigan al mar; desde que pueden comer, comen, ellos solos, la misma comida de los mayores, sin menús infantiles ni tonterías similares. Se caen al suelo y se levantan sin llorar, se manchan con el helado y nadie les riñe, se pringan hasta arriba de mousaka y no pasa nada.

Como en la vida del turista no todo es hacer el vago de banco en banco, llegó el momento de buscar un sitio para cenar. El principal problema era elegir una entre las innumerables terrazas del casco antiguo, en cualquiera de las cuales se podía disfrutar de platos tan deliciosos como la taramasalata, los chicharrones o el estofado de cordero. Mientras cenábamos seguíamos mejorando nuestro griego a pasos agigantados; cuanto más aprendíamos más cuenta nos dábamos de lo que le debe nuestra cultura, y en concreto nuestro idioma, a los griegos. No es casualidad que al menú le llamen katologó, a la cuenta logariasmó o que grande se diga megalo y pequeño mikró. Estas palabras, y muchas otras, las hemos heredado de ellos. Y eso por no hablar de los números: a los amantes de la poesía les gustará saber que once se dice endeka y doce dodeka; a los de la geometría que veinte es ikosi y a los de las películas de desastres que cien es hekatos, de donde procede hecatombe, matanza de cien bueyes. Pero basta ya de erudición, y vamos a lo que vamos.

Aprendida la lección del primer día, el lunes madrugamos bastante más y conseguimos llegar a la antigua Micenas pocos minutos después de que abrieran la taquilla. Como premio tuvimos el privilegio de visitar a solas el llamado Tesoro de Atreo o Tumba de Agamenón. Un pasillo formado por sillares ciclópeos conducía a una puerta de unos seis o siete metros de altura que daba entrada a la tumba. El dintel lo formaban dos losas de unos veinte metros cúbicos cada una, unas cincuenta toneladas aproximadamente, que cuesta imaginar cómo pudieron subir hasta una posición tan elevada. Por mucho que nos imaginemos rampas, rodillos y polipastos, mover una piedra de ese peso no debió de resultar una tarea sencilla. Claro que construir el resto de la tumba tampoco fue moco de pavo; se trataba de una falsa cúpula de catorce metros de diámetro y trece de alto, formada por treinta y tres hileras de sillares tallados en forma de trapecio invertido, de forma que cada hilera sobresalía unos veinte centímetros respecto a la anterior, cerrando así poco a poco la techumbre. Y todo esto sin arcos ni entibas. Lástima que los ingleses se llevaran al Museo Británico la decoración de la entrada.

Después de recorrer la tumba a nuestro antojo empezamos la ascensión a la ciudadela, a la que se accede por la famosa Puerta de los Leones, que no voy a describir aquí. Me seguía impresionando el tamaño de los sillares- ¡Cuántos esclavos perderían un brazo, una pierna o incluso la vida en un accidente laboral durante su construcción! ¡Cuánta hambre tuvieron que pasar las familias que no pertenecían a la aristocracia, con los hombres arrastrando bloques de piedra en lugar de cultivando el campo! Se ha comprobado que en las ciudades micénicas los siervos eran por término medio quince centímetros más bajos que los señores…

Dejando a un lado las tragedias que ocultaban aquellos muros, otro pensamiento me rondaba la cabeza. En Cádiz se nos llena la boca presumiendo de que vivimos en una ciudad trimilenaria, la más antigua de Europa. Lo de trimilenaria es cierto, ya que parece ser que fue fundada por los fenicios en el 1104 ANE, pero lo de ser la ciudad más antigua de Europa creo que es un mito. Cuando los fenicios desembarcaron en lo que entonces era el archipiélago gaditano, los  micénicos llevaban ya unos novecientos años construyendo sus propias ciudades en la Grecia continental, con su alfabeto, sus reyes y sus dioses, sus guerras y sus alianzas. Y eso por no hablar de las islas del Egeo, donde las primeras ciudades pueden datar de otros mil años antes.

Desde Micenas nos acercamos a Nemea, donde se cuenta que Hércules llevó a cabo su primer trabajo, matando al león que tenía atemorizados a pastores y labradores y cuya piel impenetrable a las armas utilizó luego como armadura. En realidad existen dos recintos arqueológicos diferenciados, a un par de kilómetros el uno del otro; el primero que visitamos fue el complejo deportivo. Desde la palestra en la que los competidores se entrenaban y se desnudaban antes de ungirse con aceite de oliva, entramos en el estadio por el mismo túnel que ellos usaban, perfectamente conservado. Al salir por la otra punta, deslumbrados por el sol de mediodía, casi pudimos oír las aclamaciones del público. Allí se  celebraban cada dos años unos juegos en honor a Zeus, de menor categoría que los de Olimpia.

En el otro recinto se conserva, entre otros edificios, un templo de Zeus cuyas únicas cinco columnas que se mantienen en pie le dan un aire más romántico que si estuviera completo, aire que se agudiza al estar enmarcado por un valle cubierto de viñedos y olivares. Por el camino se levantan varias bodegas, ya que en este valle se produce una uva, la aguiorgítico, que se considera como una de las mejores para la elaboración de vino tinto. A mí me recordó bastante la monastrell, aunque algo más afrutada.

Acababa ya el día y con él el puente de Todos los Santos según el santoral ortodoxo. Los visitantes de Atenas volvían a su calurosa y ruidosa ciudad, y Nauplia quedaba de nuevo en manos de los indígenas y de unos cuantos turistas extranjeros, por lo que no tuvimos ningún problema para aparcar junto al paseo marítimo, justo a tiempo para ver otra espectacular puesta de sol. Al volver a casa para preparar la cena nos encontramos con una calle cortada de la que salía una música tradicional. Aparcamos como pudimos y nos acercamos a la plaza de la iglesia de nuestro propio barrio, que estaba llena de gente sentada en sillas de plástico, contemplando a un grupo que bailaba danzas regionales, sosas como las de casi toda Europa. Manos en alto, saltitos, giros para un lado y para el otro… Los popes, nada menos que seis, sentados en el centro de la primera fila, no se perdían detalle. Eran las fiestas del barrio y de la parroquia, y allí se demostraba el poderío de la iglesia: al lado de la bandera griega ondeaba la del Patriarca de Constantinopla.

Cuando acabaron los bailes y salió a escena una cantante melódica, supongo que también del barrio, abandonamos el lugar. Acabamos cenando cordero asado al limón y cerdo adobado en un callejón cercano, justo al lado de la mesa que ocupaba todo el cuerpo de baile.

El martes volvimos a madrugar, y menos mal. Las ruinas del “spa resort” dedicadas a Esculapio son uno de los puntos fuertes de cualquier viaje al Peloponeso, y se notaba. Aunque llegamos a la taquilla antes de las nueve de la mañana, ya se nos había adelantado un grupo muy numeroso de turistas yanquis bastante vocingleros, que le quitaban bastante encanto al gran teatro. Con una capacidad para catorce mil espectadores y cincuenta y dos filas de gradas, está en muy buen estado de conservación-restauración, y tiene una acústica espectacular, como se encargaron de demostrar todos y cada uno de los americanos. Desde simples palmadas hasta fragmentos de ópera o el monólogo de Hamlet, todos pudimos comprobar hasta la saciedad lo bien que se oía en todo el teatro. Solo tuvimos unos minutos de tranquilidad desde que se fueron hasta que llegó otro grupo, esta vez de chinos, más gritones todavía.

Visitando el complejo, me imaginé que en su momento tenía que haber sido como una mezcla entre Lourdes y Euro Disney, con ciertos toques de Houston. Los enfermos navegaban desde todo el mundo griego hasta el puerto de Epidauro, a unos cinco kilómetros, y desde allí marchaban andando, en litera o en carro hasta el santuario; los que sobrevivían al viaje ya tenían mucho adelantado. Al llegar a la ciudad se alojaban con familiares y esclavos (la gente normal se moría sin más en sus casas respectivas). Podían elegir entre un gran hotel con ciento sesenta habitaciones o alquilar una habitación en cualquier casa; los más pudientes se alquilaban una casa entera. Después de purificarse en los baños y de beber el agua de la fuente sagrada, se dirigían al Abatón, un edificio de dos pisos en el que podían leer las lápidas de mármol que registraban todas las curaciones milagrosas anteriores, y luego se tumbaban allí mismo a dormir. Al despertar, si no estaban ya directamente curados, le describían su sueño a alguno de los sacerdotes, que lo interpretaba y –basándose también en la experiencia recogida durante siglos- prescribía un remedio.

Mientras el tratamiento hacía efecto, los enfermos y sus familias descansaban y acudían a las competiciones atléticas en el estadio, a las representaciones de teatro o a hacer ofrendas al santuario de Esculapio; de lo que no hay constancia es de que bailasen la conga, como parecer ser ahora la moda en Lourdes. Si se curaban todo quedaba registrado en nuevas losas de mármol; de lo que no se llevaban cuentas era de los fallecidos, ya que siempre según Pausanias dentro de recinto sagrado y de todo el bosque que lo rodeaba estaba prohibido tanto dar a luz como morirse.

Los sacerdotes se iban transmitiendo durante generaciones los tratamientos exitosos, y poco a poco se fueron convirtiendo en otra casta, la de los médicos, que también ha llegado hasta nuestros días. Uno de ellos fue Hipócrates, que se decía descendiente del propio Esculapio. Y no sería raro, si tenemos en cuenta lo aficionados que eran los dioses griegos a fornicar con los y las mortales, que en aquellos tiempos no había tanto problema con el género.

Como en los demás recintos arqueológicos que habíamos visitado hasta ahora, la vegetación ayudaba a recrear cómo pudo ser aquello en el momento de máximo esplendor, hacia el siglo IV ANE. Cipreses, olivos, algarrobos, robles, acebuches y lentiscos subían por el monte, mientras que el valle lo ocupaban naranjos, higueras y granados.

Un pequeño detalle nos hizo volver a la dura realidad griega. Nos habían contado que en los principales centros arqueológicos había unas tiendas estatales que vendían reproducciones de muy buena calidad de los principales objetos hallados en las excavaciones. Uno de los vigilantes del museíto de Epidauro nos confirmó que las tiendas habían existido, pero que toda la cadena había cerrado por los recortes, y que no se sabía si algún día volvería a abrir. Y que la crisis no había hecho más que empezar, porque había anidado dentro de la cabeza de los griegos. Cuando le dije que yo era español, añadió: “Entonces me entenderás perfectamente”.

Aprovecho para decir que en Grecia me he sentido menos extranjero que en México o en Argentina. Es verdad que el idioma constituye una barrera muy importante, franqueable solo gracias a la amabilidad y la buena voluntad de los griegos, pero los paisajes, la vegetación, los pueblecitos, las terrazas de los bares, la vida en la calle y hasta el aspecto físico de las personas podría pasar totalmente por español. Si no fuera por nuestras cámaras de fotos, nuestros sombreros de Panamá, nuestras mochilas y nuestra permanente cara de despiste, nadie habría dicho que éramos allodapós, extranjeros.

De vuelta en Nauplia, conocimos a un personaje, Dimitris, que había sido capitán de la marina mercante y navegado durante veinticinco años entre La Habana, distintos puertos españoles y Odesa, trayendo y llevando todo tipo de mercancías. Ahora, teóricamente jubilado pero con la pensión muy recortada, ayudaba a su hija en un negocio familiar de fabricación y venta de pasta. Supongo que fue un buen marino, pero como vendedor era sin duda mejor: nos vendió literalmente lo que le dio la gana, dentro del poco surtido que había en la tienda, limitada a la pasta, el queso y algo de vino.

El miércoles amaneció lloviznando, pero me quedé más tranquilo tras consultar la predicción meteorológica hora por hora, que afirmaba que en Nauplia ni estaba lloviendo ni iba a llover en todo el día.

Salimos temprano dispuestos a visitar Akrokorinto, la fortaleza que controlaba el istmo de Corinto, pero decidimos huir de la autopista y seguir la antigua ruta de las Cruzadas, la Kontoporeia. A golpe de mapa y de TomTom atravesamos varios pueblecitos agrícolas de la llanura de Argólida, hasta encontrar un desfiladero que cruzaba los montes Trapezona para internarse en la comarca de Corintia. En lo más estrecho del valle se levantaba un pueblecito mínimo, Agionori (San Honorio), coronado por un castillo bastante pequeño pero ubicado en lo alto de una peña. En el siglo XIII, cuando francos y venecianos aprovecharon la IV Cruzada no para combatir contra los infieles musulmanes sino para saquear Constantinopla y arrebatar grandes zonas de Grecia al imperio bizantino, construyeron este castillo para controlar el paso entre Corinto y el centro y norte de Grecia por una parte, y la rica comarca de la Argólida por el otro. El castillo estaba impecablemente restaurado con fondos de la Unión Europea, y perfectamente cerrado a cal y canto. En el pueblo invocaron de nuevo a la crisis para justificar el cierre; la llave “estaría en Atenas”, así, en general.

Seguimos camino y después de perdernos varias veces acabamos encontrando a carretera de subida al monte sobre el que se alza la más que impresionante fortaleza de Akrokorinto. Acrópolis griega, ciudadela romana, fuerte bizantino, castillo franco, luego napolitano, luego de la Soberana Orden militar y hospitalaria de San Juan de Jerusalén, de Rodas y de Malta, de los turcos, de los venecianos, de nuevo de los turcos, y desde hace unos doscientos años de los griegos. Por ahora…

Viéndola desde abajo parece imposible que haya cambiado tantas veces de manos. Laderas escarpadas, fosos, tres líneas de murallas, bastiones, rastrillos, puentes levadizos…. Tiene todo lo necesario para hacerla inexpugnable, pero ni aún así ha conseguido mantenerse indemne.

Desde lo alto de las murallas la vista se extendía sobre los golfos Sarónico y de Corinto, y en los días claros dicen que se llega a divisar el monte Olimpo, la residencia oficial de los dioses clásicos.

Del antiguo templo de Afrodita, en el que mil mujeres ejercían la prostitución sagrada, si es que tal actividad puede existir, solo queda una columna. Debido a este peculiar culto religioso la ciudad de Corinto tenía fama de licenciosa, quizás por eso San Pablo tuvo que dedicarles más de una epístola.

Los corintios, además de tener unas costumbres bastante libres, eran unos creídos de sí mismos, como lo prueba la frase que les dedica Pausanias: «No conozco a nadie que dijera hasta ahora en serio que Corinto era hijo de Zeus, a no ser la mayoría de los corintios».

De los demás edificios que en su día se alzaron en la fortaleza poco queda: vestigios de los baños turcos, una capillita dedicada a San Jorge, y poco más. A la salida de la fortaleza nos encontramos con una cueva que podía haber sido la de Polifemo y sus carneros.

Decidimos volver a Nauplia por una nueva ruta, con mucha calma, recorriendo la costa del golfo Sarónico siguiendo una carreterita serpenteante, enredada en los bosques de pinos que cubrían los acantilados. El golfo, con aguas entre grises y plateadas, como las sienes de Ulises cuando llegó a Ítaca, estaba salpicado de islitas, entre las que destacaba por su tamaño y su historia la de Salamina, que al principio nos ocultaba la vista de Atenas y El Pireo.

La batalla de Salamina, en el siglo V ANE, fue la primera que enfrentó a una democracia, la alianza de ciudades griegas, con una dictadura, la del imperio aqueménida. Temístocles contra Jerjes I, menos de cuatrocientas naves griegas contra mil doscientas persas, pero los griegos consiguieron destruir una parte importante de la flota enemiga y obligaron a los invasores a retirarse a Anatolia. Tan grande fue la derrota de los aqueménidas que nunca más volvieron a intentar atacar la Grecia europea.

El mar se iba haciendo más azul según aclaraba el día, el olor a pino se intensificaba con el calor del sol, y las pocas calas que rompían la costa vertical las veíamos muy abajo, como un paraíso fuera de nuestro alcance. Solo un detalle rompía el encanto de la ruta: en cada punto de la carretera donde podíamos detener el coche para admirar el paisaje se acumulaba la basura. Botellas de plástico, escombros, vasos de poliestireno y otros residuos formaban montones que nadie recogía.

Comimos calamares, mejillones y gambas a la orilla del agua, en el antiguo puerto de Epidauro, y nos volvimos a descansar a Nauplia. Nos esperaba una tarde ajetreada.

La víspera habíamos reservado plazas para asistir a una cata de vinos en Karoni, probablemente la mejor enoteca de Nauplia. El dueño, que hablaba un perfecto inglés, parecía un gran conocedor de los vinos griegos (y de los españoles). El grupo estaba compuesto por unos veinte norteamericanos guiados por una griega, que tenía la cara bastante dura. Nosotros tres, como habíamos llegado los primeros, nos sentamos en la primera fila, para oír mejor las explicaciones en inglés que iba a dar el propietario del local; pero cuando llegó ella con su grupo nos hizo retroceder hasta la última fila con el pretexto de que sus clientes querían sentarse juntos. Y digo yo ¿estarían más juntos en las filas de delante que en las de atrás?, pero como no tenía ganas de discutir y llevábamos todas las de perder lo dejamos pasar.

La cata no era de lujo, sino más bien cutrecilla. Por ocho euracos te daban una copa, una, que ni te cambiaban ni podías enjuagar entre vino y vino. Y de vino te servían cinco buchitos de otros tantos vinos de calidad mediana, de entre seis y diez euros la botella; tan poca cantidad que a mí me costaba encontrarle todos los matices a cada vino. Pero por lo menos aprendimos a reconocer las dos principales uvas del Peloponeso: Moscofilera, con la que se produce un vino blanco bastante aromático en las proximidades de Trípoli, y  aguiorgítico, con la que ya he contado que en Nemea se crían unos tintos afrutados más que potables. Terminamos con una copita de ouzo, el aguardiente anisado que tanto les gusta a los griegos y tan poco me gusta a mí.

Como con las raciones tan escuetas de la cata nos habíamos quedado con la miel en los labios, de la enoteca nos fuimos directamente a contemplar la puesta de sol en una de las terrazas del puerto, botella de moscophilera en mano, y a cenar en una taberna con una jarra de aguiorgítico. Al día siguiente dejaríamos la Argólida rumbo a nuevas zonas del Peloponeso, pero esa es otra historia.

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Arturo martínez

Fotografía: Jesús Massó

Poco me importa lo que le pase a mi cuerpo después de mi muerte. Que lo quemen en una pira, que lo entierren, que se lo coman los buitres o los cocodrilos, o que lo desguacen para trasplantar algún órgano aprovechable que pueda serle útil a otra persona. Aunque me encantaría disfrutar de un auténtico funeral vikingo, si total no lo voy a ver creo que no compensarían las molestias.

Y lo mismo pasa con mi espíritu o mi alma, suponiendo que tal cosa existiera o existiese. Que la torturen en el infierno católico unos diablos (rojos, por supuesto) con rabo, cuernos y tridente, que la consuelen una extrañas huríes (de mi edad, eternamente vírgenes) en el paraíso musulmán, o que se reencarne en un milano o una lagartija, en un sabio o en un costalero, me es absolutamente indiferente, porque no creo en ninguna de esas curiosas leyendas.

Lo que de verdad me preocupa, y cada vez más, es lo que me pueda pasar a mí en la última fase de la vida, la inmediatamente anterior a la muerte. Porque ahí sí que estaré yo en cuerpo y alma para enterarme, para sufrir o para disfrutar de mis últimos momentos.

Aunque a mucha gente no le guste hablar de la muerte, en un vano intento de escapar de ella, creo que según avanzamos en edad debería ser uno de los asuntos que más nos preocupen y nos ocupen.

Por supuesto, mucha gente tiene la suerte de morir sin sufrir. Los infartos, los accidentes de tráfico y los disparos acaban cada año con la vida de millones de personas. Y la mayoría de sus víctimas mueren en cuestión de segundos, sin enterarse, sin sufrir. Porque ahí, en el sufrimiento, está la clave.

Los avances de la medicina permiten prolongar la vida indefinidamente a muchas personas que en el fondo han dejado de serlo. ¿Quién no ha vivido de cerca los últimos días, meses o años de un familiar cercano, de una persona querida aquejada de Alzheimer, de parálisis progresiva, de cáncer? ¿Quién no ha observado el insoportable sufrimiento que ha tenido que aguantar? ¿Quién no ha exclamado, cuando por fin la muerte se lo ha llevado “¡Por fin ha dejado de sufrir!”?

A veces, en ese trance, los familiares del moribundo se encuentran con personal sanitario compasivo, o simplemente humano, que comprenden el drama de la familia y el sufrimiento del enfermo, y ayudan a reducir ese dolor, aún a costa de un presunto acortamiento de la vida. Es lo que se llama sedación compasiva o terminal, perfectamente legal en España. Porque ¿Es vida yacer en una cama, entubado, sin poder moverte ni comunicarte con nadie, sintiendo como un cáncer te devora por dentro, como la parálisis te impide respirar? ¿Alguien se puede imaginar la angustia de esos enfermos, que muchas veces no pueden ni expresar su dolor y su miedo? Por algo la llaman agonía.

Y lo malo es cuando pensamos quién puede tomar la decisión de sedar a un enfermo terminal. Aunque la legislación española mejoró algo y en Andalucía contamos desde 2010 con la “Ley  de Derechos y Garantías de la Dignidad de la Persona en el Proceso de la Muerte”, en la práctica estamos en manos –con suerte- de los médicos de las Unidades de Cuidados Paliativos. Y si tenemos la desgracia de que el momento nos pille internados en un hospital controlado por la iglesia católica, serán los capellanes, obispos y demás “expertos” los que decidan.

Cuando escucho (caso real) que ante la reclamación de un  familiar para que se cumpla la Voluntad Vital Anticipada de un moribundo, un médico se atreve a decir que  “no necesita leer ningún documento para saber lo que tiene que hacer”, se me ponen los pelos de punta.

Estas actitudes, muy extendidas entre los profesionales de la sanidad, se amparan en una mal entendida objeción de conciencia, la misma que impide que en los hospitales públicos se aplique el aborto en los casos recogidos por la ley. Contra esa casta, contra esa prepotencia, contra esa inhumanidad debemos luchar desde ahora, reclamando el derecho efectivo a una muerte digna. Y no estoy hablando aquí del suicidio asistido ni de la eutanasia, sino de algo mucho más elemental: hablo del derecho a que –llegado el momento- me seden y no tenga que pasar mis últimos momentos de vida sufriendo y maldiciendo. Sin depender de médicos, curas ni jueces. Simplemente porque lo necesito. Porque yo lo valgo. Porque yo lo dejé bien clarito, en negro sobre blanco, en mi Voluntad Vital Anticipada.