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Fani escorizaIlustración: pedripol

Somos una familia numerosa, de muchos hermanos. Cada uno es de su padre y de su madre, es cierto. Pero durante muchos años hemos tirado hacia adelante como hemos podido. Superamos numerosas crisis e incluso llegamos a vivir por separado una vez, como si de dos familias enfrentadas en lugar de una se tratara.

Mi hermana Cata tiene casi mi edad. Ella siempre fue más rebelde e inconformista que yo. Esa desobediencia le llegó en plena pubertad, cuando aún compartía habitación con Pilar. Un mismo espacio, distintas formas de organizarse. Pilar siempre obedecía a mamá en el empeño por centralizar los asuntos de la casa. Cata no acataba esas reglas. Cuando ella cumplió los 18, mamá comenzó un romance con un francés. Al principio no puso impedimentos, pero poco a poco se fue enemistando con él. Echaba de menos a Carlos, el anterior novio de mamá. El francés era más restrictivo y le restaba esa libertad con la que soñaba. Sin embargo, esas restricciones le hicieron ahorrar bastante. Su hucha empezaba a llenarse un poco más rápido que la de los demás.

A sus 19 llegó un primo lejano del francés. Este se encaprichó de mis hermanas una por una. Cayeron todas menos yo. Afortunadamente ese fanfarrón estuvo en casa poco tiempo. Cata empezó a tener su propia ideología. Llenó la habitación de pósters de coronas tachadas. El novio de mamá, un poco molesto, se fue por un tiempo. En esta época, con la sublevación propia de la edad, Cata empezó a reivindicar una habitación para ella sola. Mamá la convenció de que no era un buen momento. Además, el francés había regresado con un cambio de look. Se había dejado un bigote un tanto extraño, la verdad.

Cata cumplió los 20 de una manera muy trágica. Quisieron que fuera a dormir por un tiempo con nuestra hermana Meli, que la pobre estaba pasando por un mal momento. Se encerró en su cuarto con una pataleta enorme que le duró toda una semana. Se puso en huelga durante ese tiempo y no quitaba ni la mesa. Después de esto se instaló nuestro primo en casa con un carácter totalitario mientras mamá miraba hacia otro lado. Hizo que Cata quitara todos los pósters de su cuarto y le prohibió que usara aquella falda de rayas rojas y amarillas que tanto le gustaba. Incluso le impuso que hablara con un lenguaje adecuado.

Gracias a la presión que ejercimos entre todas sobre mamá, mi primo se fue finalmente de casa. Esa breve época fue buena. No teníamos la obligación de ir a misa los domingos (en algunas iglesias hacía demasiado calor). Fue entonces cuando Cata redactó unas normas para que la dejaran hablar como ella quisiera y vestir su falda favorita.

Una mañana de julio, sin que ninguna lo esperara, mamá se despertó enferma. Lo que empezó con un golpe de calor derivó en una larga enfermedad que la mantuvo en cama durante muchísimo tiempo. El médico dictaminó que lo mejor era ver, callar y esperar a que pasara la tormenta. Cuando las cosas se pusieron feas en casa corrí a refugiarme en la habitación de Cata. Era un poco más fría que la mía, pero siempre tenía algo allí con lo que llenarme el estómago cuando el hambre apretaba. Yo la ayudaba a ponerla bonita, pero ella nunca reconoció mi esfuerzo.

Finalmente mamá se recuperó. Aquella enfermedad la había hecho envejecer unos cuarenta años de golpe. Poco a poco la casa fue recuperando la vida y los colores. Ahora todas teníamos nuestra propia habitación pintada de nuestros colores favoritos, eso que Cata siempre quiso. Sin embargo, ahora mi queridísima hermana ya no está conforme con su habitación. Ahora ella quiere un pisito para emanciparse. Dice que no quiere tener nada que ver con nosotras, que está harta de compartir su paga y que está cansada de que no la entiendan cuando habla. Además, mamá parece estar enferma de nuevo. No sabemos si se trata de lo mismo, tal vez un brote más leve. Lo cierto es que está perdiendo la cabeza y cada día está peor. Por lo visto Cata no se siente con fuerzas ni necesidad de tirar del carro.

Y lo peor de todo es que, si echo la vista atrás, me doy cuenta de que mamá nunca fue tolerante con Cata. Nunca quiso oír lo que tenía que decir o aportar a la convivencia. Siempre se amparaba en que había que cumplir las normas de la casa. Pero mamá no se percató de que esas normas fueron establecidas cuando la enfermedad que la postró en cama durante mucho tiempo aún daba sus últimos coletazos. Últimos coletazos que están durando más de lo que esperábamos. Si esto sigue así, creo que mamá va a quedarse sola en casa más pronto que tarde.

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Fani escoriza

Fotografía: José Montero

La playa es un bautizo de sal en la orilla pagana. Las olas se tambalean sobre la arena con un vaivén perfectamente coordinado. El baile más hermoso y antiguo que las civilizaciones hayan presenciado jamás. La mar es la madre suprema de la vida. La unión de riberas hermanas que acabaron enfrentadas. Es como un gigantesco vigía azulado. Y en esta pequeña ínsula, que es como un barco encallado a la deriva, el mar ha sido el testigo eterno. Atravesó en canal el corazón de la ciudad dejando una orilla a cada lado para más tarde apartarse y permitir el abrazo. Arrastró hasta aquí barcos, atunes y temporales. Abasteció las arcas de un pueblo marinero con la plata de sus caballas. Siempre meciéndola con los ojos cerrados. Siempre velando desde su trono de espuma.

La playa fue centinela de nuestros primeros pasos, dejando un camino de huellas hundidas sobre la arena húmeda. La marea las borraba una y otra vez, pero cada verano unos pies pequeños volvían a dejar su marca en la misma orilla. Las rocas nos miraban en nuestro lento caminar. Una camaronera por lanza y un cubo como escudo eran las armas perfectas para las cruzadas estivales. Castillos y murallas que querían tocar el cielo. Las meriendas de pan y chocolate contemplando el horizonte. Piedras que hacían de portería. El primer roce de los cuerpos dorados de adolescentes empujados por las olas. El escondite perfecto para las mañanas de rabonas. Tardes que se alargaban hasta que el sol se sumergía. Noches de alcohol y guitarras, de risas y besos robados. Amaneceres en compañía. Paseos de huellas arrugadas y cuerpos tostados. La vida y la playa, eternamente de la mano.

Y a pesar de darnos tanto hubo un tiempo en que la dejábamos sin nada. Caía la tarde entre fronteras acordonadas y sombrillas como atalayas. Autóctonos y forasteros invadían cada centímetro acompañados de ruido, humo y embriaguez. Las cenizas enturbiaban la vista y el carbón ennegrecía la arena. Ciénagas malolientes corrían hasta la orilla. Un arsenal de basura y cristal. Más de 200.000 personas pisoteando la playa que nos vio crecer. Una tradición convertida en una batalla campal que parecía perdida… Pero no fue así. El pueblo batalló. Y cantó esa noche frente al mar. Y la gente llenó las calles y los bares. La playa celebró su auténtica fiesta y despertó entre sábanas limpias aquella mañana. Y siguió caminando junto a nosotros, sin soltarnos de la mano.

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Fotografía: Jesús MassóFani escoriza

Esta ciudad es como un barco a la deriva que nunca dejará de estar encallado. No importa quién lleve el timón porque su ancla pesa tanto que la amarra insondablemente a su rancio fondo de escolleras. Es igual que una gaviota con las alas manchadas y el estómago lleno o como una rosa rota por la fuerza del propio puño que la arrancaba. Es como la vieja casa de un pirata enamorado, con paredes que lloran ante el paso incuestionable del tiempo. Es como un colegio con ventanas verdes vacío, que ya no recuerda a los niños ni las pancartas que querían resucitarlo. Parece un mástil sin nave que espera frente al mar algún mensaje sin botella. Un Balneario de brazos blancos que sólo sirve de mísero techo en los meses más gélidos del calendario. Una estación que ya perdió su último tren, fábricas sin más sonido que el del aire o una zona francamente muerta.  

Pero también es un almirante sonriendo tras años de soledad. La reconquista en cada zancada de las aceras y las mesas nuevas de mantel planchado donde se posa el pan de cada día. Es la copla que suena libre en garajes y casapuertas sin que sea febrero. Es un mar de noches que son tranquilas y serenas. Noches en las que el silencio no es silencio, donde te desvelan las palabras que no suenan. Noches que se beben hasta el alba, de sábanas ardientes y camas deshechas. Son barcos que llegan de otros mares para inundar la ciudad de colores. Es un batallón de mil valientes que apuestan por abrir sus puertas ante la perplejidad. Es la santísima trinidad que comulga y comparte cirios, banquillo y coloretes. La ciudad es como un enorme Cicerón que guía a los visitantes hacía los bujíos más mágicos de este rincón del sur. Donde la gente se saluda con besos, los escritores brindan con artistas y la música suena improvisada. Porque esta ciudad también es cultura con insomnio.

La ciudad de las dos caras es esa que quema los pies de algunos y dota a otros de las mejores alas. La que rebosa de casas y escasea de jornales. La que quiere un baile de cenicienta en verano. La que se alimenta bajo el sol y la brisa, pero no quiere desviar sus pasos al toparse con una terraza. La que se queja de un suelo salpicado de colores en febrero, pero no lo hace de la cera en abril. La que protesta por las cornetas y tambores en primavera, pero marcha a bombo y caja durante su semana profana. La que desde su aconfesionalidad coloca una virgen en lo más alto del podium. Así es esta ciudad de doble filo. Un continente de trece kilómetros con un contenido conformista y disconforme a la vez. «El derecho a la ciudad -como lo afirma David Harvey- no es simplemente el derecho a lo que ya está en la ciudad, sino el derecho a transformar la ciudad en algo radicalmente distinto”. Pero para el cambio hay que estar preparado. Y Cádiz, con sus dos caras, sigue atada de pies y manos por los guardianes del miedo.

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Fani escoriza

Fotografía por Jaime Mdc

Después de un año en el que el paraguas ha sido mi fiel compañero (porque en Londres, con to lo que llueve, no hay ni una triste cornisa o cierro bajo el que cobijarse de la lluvia), vuelvo a pasear con tranquilidad –y chanclas– por las calles gaditanas. Y voy con la frase habitual en la boca de todo el que vuelve tras un tiempo: «Uy, esto es nuevo ¿no? ¿ya han cerrado lo que abrieron aquí la última vez que vine?». Yo no sé quién dice que el comercio en Cádiz está muerto, cuando está en un constante cambio y afán por renovarse, ejem…

En este tiempo he echado muchas cosas de menos, como el traqueteo de la moto al cruzar las Puertas de Tierra, llegar a Puntales después de recorrerme Cádiz entero y al bajarme no saber pa dónde tirar -aunque he de reconocer que esto también me pasaba en Inglaterra con bastante frecuencia-, a esa señora que se monta diciendo «¿este para en el piojito, muchacho?», o salir a correr por ese maravilloso Carril Bici Multiusos (que lo mismo sirve para ir en bicicleta, corriendo, en patinete o pa echar una pachanguita con los colegas). Nuestra ex-alcaldesa quiso hacer una plaza de toros multiusos pero al final se quedó con el carril que salía más rentable. He echado mucho de menos también el adobo. Cúchame, Isabé, lo del fish and chips está mu bien, pero dale una vueltecita más porque se puede mejorar.

¡Cómo he echado de menos pararme a saludar catorce veces en el camino de mi casa a San Juan de Dios! Que me pongan aceitunas cuando pido una cerveza, y que esta esté fría y tenga un precio razonable. Es que echaba en falta hasta el ruido del camión de la basura cuando pasa por mi calle o mojarme los pies al volver porque están baldeando. Lo mío es masoquismo puro y duro, I know. Pero yo soy mu de Cádiz, qué le vamos a hacer. Me gusta darme mis ocho vueltas antes de aparcar y que la mejor conclusión irrefutable a una frase sea «eso es así, cabesa». ¡Ay, quién pudiera quedarse en Cádiz a vivir con un trabajo… o una ayudita!

Este año se me ha hecho tan largo que me han parecido por lo menos ocho… con sus correspondientes dos elecciones, aunque hayan sido pa ná. Curiosamente me fui por todo lo alto, atravesando un Segundo Puente recién inaugurado. Ahora vuelvo poniendo los pies en un tercero cada día más firme. Afortunadamente algunas cosas sí que han cambiado. Pero todavía no hay Museo del Carnaval, aunque hay un Kichi Park en su lugar la mar de apañao. El nuevo Hospital tampoco está, el Ave sigue sin llegar, Varcárcel sigue desaprovechado, el Pemán continúa hecho escombros, en los plenos se sigue gritando (aunque la culpa haya cambiado de bando), y menos mal que me vine en avión y no en autobús, porque la Estación sigue manga por hombro. Al final las obras quedan las gentes se van / otros que vienen las continuarán, la vida sigue igual.

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Miedo

miedo

Del lat. metus ‘temor’.

m. Angustia por un riesgo o daño real o imaginario.

m. Recelo o aprensión que alguien tiene de que le suceda algo contrario a lo que desea.

El miedo es un pensamiento con ojos que se te clavan y atraviesan el alma; son dos manos que no sueltan las tuyas, son las orejas del lobo, unos labios sin voz. El miedo no suena a nada, es invisible, impalpable. Sin embargo sabe agrio, amarga el sabor de una victoria, la dulzura de un beso, el gusto de un recuerdo. Es un niño en la orilla huyendo de las olas, un actor alérgico al terciopelo del telón, una cantante con afonía el día de su estreno. El miedo es como un pájaro con forma de jaula, como el hastío del deber, como los frenos chirriantes de una bicicleta nueva, como aborrecer la aberración. Es un cazador que apunta su rifle al corazón, con el pulso inquieto y la puntería oportuna. El miedo actúa como las anteojeras de los caballos dejando la verdad a cada lado. Es un escudo sin lanza, la armadura del medroso, la guarida del sabio, la locura del que quiere hacer lo imposible. Es como una puerta de atrás que no puede abrirse desde fuera. El miedo es echar de menos lo que aún no has perdido. Es un deseo de esos que nacen muertos. Es un bozal que no muerde, como un ladrido sin perro.

A veces el miedo le gana al resto de sentimientos, los acorrala en un rincón ahogándolos como la serpiente que aprisionaba a Eneas. Es tan fuerte que puede frenar cualquier aire nuevo, capaz de parar un gran oleaje de esos que te sacuden por completo. Puede convertirse en la única corriente viable para aquellos que perdieron ya todos sus argumentos. A aquellos que se perdieron en sus mentiras sólo les queda la esperanza del miedo, del miedo ajeno. Ese que se esconde en la mirada del viejo, entre las alhajas de las señoras de bien, en las trenzas del cinturón rojigualda de un joven repeinado. Ese que se extiende por todos los canales, se propaga como una epidemia imparable que se cuela por las casapuertas de barrio, atrapando incluso a aquel al que poco le queda por perder.

Los guardianes del miedo han desempuñado todas sus armas pero que no canten victoria. No todavía. Porque hay voces que gritan las ocho letras de la palabra libertad: libres como el aire, inmunes al miedo, benditos sin la gloria de Dios, esperanzados por el cambio, rojos como la sangre, trabajadores sin trabajo, alegres de profesión y diferentes a la mayoría aborregada. No podemos más que daros las gracias, guardianes, porque ahora más que nunca sabemos la lección que debemos transferir a aquellos que llevan nuestra sangre y la libertad en sus frentes cristalinas: no le tengáis miedo al miedo. Retornar al miedo esa hastiada y estructurada acepción, que jamás cruce la barrera, que no interfiera en vuestras decisiones. Nunca temáis al propio miedo y será entonces, sólo entonces, cuando les rebote en nuestros escudos y se vuelva contra su propia voluntad. Y en ese momento serán ellos quienes no puedan controlar lo que aún está por llegar.

Fotografía: María Alcantarilla

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El retorno de la playa 2x3 cádiz 16 fuji 1 copia

El avión despegó más tarde de lo previsto pero sin sobresaltos. Ella parece tranquila. No le asusta ir a 35.000 pies de altura, ni siquiera le sorprende que algo tan enorme pueda mantenerse en el aire. Supongo que tendrá un pasaporte lleno de sellos. Ha sacado su iPad y se dedica a alinear caramelos de colores. Se maneja con soltura, como si hubiera nacido con una pantalla en sus manos. Sin embargo peina canas desde hace algún tiempo pues debe andar ya por los 70. Su piel clara muestra un tono entre bronceado y rojizo, como si hubiera pasado demasiado tiempo al sol. Vuela desde Sevilla con destino a Londres y no es la única anciana que lo hace. Parece un vuelo del imserso. A mí, que viajo de vuelta a mi exilio, no deja de parecerme curioso. Mis padres tienen 70 años y nunca subieron a un avión. Ni siquiera los imagino haciéndolo. En primer lugar porque a mi madre le dan pavor y, en segundo, porque con la pensión de mi padre lo más que pueden permitirse es un bonobús. Tampoco los imagino jugando al Candy Crash. Nuestros padres usan las nuevas tecnologías más por necesidad que por entretenimiento. Esa necesidad de comunicarse con sus hijos o nietos emigrados al extranjero, asomándose a una pantalla cada tarde como si fuera una ventana mágica para muchos de ellos.

Mientras nuestros viejos  -y me refiero a los nuestros, los del sur, los de la Andalucía del campo y la mar- se vuelven a hacer cargo de la economía familiar en medio de esta desastrosa situación, los de la Europa acomodada disfrutan de nuestro sol y nuestras playas. Y que lo sigan haciendo, que gracias a eso pueden trabajar nuestros jóvenes cada verano sirviendo copas y colocando hamacas en los hoteles. Así es como vuelve a salir a la luz el mismo balance estival del ‘descenso’ del paro donde, además, este año nuestra provincia lidera las cifras (aunque realmente no sea más que una ilusión óptica que nos intentan vender como positivismo). Los viejos europeos son una inyección económica. Nuestros viejos la única inyección que conocen es la de la insulina.

Un estudio reciente realizado por Sigma Dos refleja que actualmente más de la mitad de los abuelos españoles (55,9%) confiesa ayudar a sus hijos como consecuencia de la crisis, ya sea económicamente o en el cuidado de los nietos. Y se trata de los mismos que ya sobrevivieron a otra crisis anterior, a la de la postguerra y el hambre. Los que saben realmente lo que es administrar lo poco que entraba en casa para que todos los hermanos comieran. Esos que empezaron a trabajar tan pronto como sus manos se lo permitieron, siendo niños todavía. Esos que hacen maravillas con una pensión ridícula para llegar a fin de mes, y no sólo lo consiguen, sino que además guardan un pellizquito «por lo que pueda pasar». Si el Ministerio de Economía lo encabezara mi madre saldríamos de la crisis en dos semanas, estoy convencida. Ellos no viajan, no tienen vacaciones ni se van de crucero por el Mediterráneo. Quizás no hayan visto mucho mundo, pero creo que son unos verdaderos superhéroes con un sinfín de superpoderes. Aunque jamás lleguen a volar.

Fotografía: Juan María Rodríguez