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Juan garcía larrondo i

Ilustración: pedripol

Arrastra este cuerpo celeste, con su inercia, una larga calamidad de pequeñas geografías y, quienes las dibujamos, los hombres, una irrisoria gravedad que nos mantiene siempre atados a la tierra, aunque, no siempre exclusivamente por los pies. Habitan en este minúsculo puntito del Universo también algunos seres que parecen, si no atraídos, sí que engrillados por sus ideas al servicio de una causa territorial, a la veneración de una lengua, de una deidad indistinguible o a los contornos de una ridícula línea a la que, para entendernos, pusímosle el nombre de frontera. Arrostra este planeta con sus moradores una larga estela de sangre en el nombre de las patrioterías y sus credos y, es tan inútil ya ese dolor derramado, tan exasperante, que acabará por desubicarnos como individuos, convirtiéndonos en símbolos de nada, en ciudadanos de la necedad.

El conjunto multiforme que llamamos Europa está nuevamente trashumando y huyendo de sus íntimas vorágines mientras, desde las periferias, masas humanas aún más desesperadas que nosotros se desgarran o se ahogan por alcanzar el refugio de una tierra firme que ya es incapaz de sostenerse enhiesta. Occidente se hunde de vergüenza ajena, fallece de éxito, incapaz de poner en práctica los valores que en su día nos hicieron paladines de la Historia. Nos ciegan los espejos, nos fallan los pilares, se tergiversan las verdades y hemos acabado siendo tan iguales en lo peor que ningún dios ya nos distingue. Sin embargo, qué empeño pertinaz en subrayar cuán diferentes nos creemos y con qué facilidad nos entregamos a fútiles pleitos, a díscolos parabolanos o a enarbolar banderas que, al final, no son más que harapos o mortajas. Por enésima vez, un arrebato de insolidarios “nacionalismos” recorre el planeta enfrentando a los hombres en una absurda y atávica contienda sin solución. Al final, dará igual que la Historia la escriban los vencidos o los vencedores: el dolor no podrá jamás compensarse; ni la destrucción, ni las vidas, ni los hogares arrebatados podrán ser restituidos. Y todo por una denominación de origen.

La pandemia se repite y extiende más cerca de lo que pensamos. Los que están matando y muriendo en Alepo, en las riberas del Mediterráneo o al pie de nuestras puertas blindadas de cuchillas somos también nosotros como especie. El perfil que suelen presentar los fundamentalistas de las nacionalidades es bastante similar en toda la superficie rotulada de líneas y colores de este agonizante Atlas.

Aquí, en nuestro país, también se mató y se volverá a matar en el nombre de una supuesta “independencia del otro” que es tan utópica como engañosa. En cualquier lugar del mundo, las cartografías que estudiábamos de niños, tienden a mudarse, a aventurarse ante el incierto porvenir, pues también la Tierra es un ser vivo que se arruga y deteriora al envejecer. En realidad todo es lógica deriva y encierra sus peculiaridades, naturalmente.

Cada caso o guerra santa se creerá que responde a unos -más o menos coherentes- aspectos históricos, étnicos y, en el fondo, siempre económicos, que justifican la lucha y la defensa de las “regiones” que queramos inventar. Soterrados, laten muchos problemas de convivencia, egoísmos, manipulación, populismos, demagogias, soberbias ancestrales e injusticias acumuladas que nos son inherentes y que, como las heces de los animales, marcan y definen los territorios que habitamos o reivindicamos como propios.

Lo verdaderamente lamentable es que, a estas alturas, aún nos comportemos como manadas y no hayamos conseguido superar esta injusta gravedad mental. En lugar de disfrutar de esta breve existencia compartiendo nuestras diferencias, nuestras múltiples culturas y esta maravillosa diversidad que nos embellece, nos empeñamos en hacer de nuestras desigualdades un ancho muro, un laberinto imposible de salvar. Es inconcebible que no hayamos aprendido todavía a sobrevivir en comunidad. Al final de esta cadena no hay ninguna libertad, sino la más oscura de las soledades y, tirando todos a la vez de ella en sentidos opuestos, volveremos a ser eslabones rotos y perdidos.

Cambien si quieren los nombres, los motivos, los gobiernos e incluso los dioses, pero la única frontera digna de ser levantada, defendida e, incluso, amada, es la que recubre nuestra piel. El ocaso de esta travesía es una incógnita ineludible para todos. Pero no guarden dudas al respecto: la única certeza es que se muere por igual en cualquier tiempo y también en cualquier lengua y, allá dónde sea, uno morirá sobre un planeta por el mero hecho de estar vivo. Esta es la única ciudadanía que, hasta el momento nos iguala y no podemos arrebatar. Y desde que se obtiene al nacer, la única patria prometida que nos pertenece y a la que, de una manera u otra, inevitablemente volveremos.