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Jaimepastor
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Superada la sorpresa, ¿deberíamos celebrar —seamos o no pensionistas— el cambio de criterio del gobierno de Rajoy respecto a las mejoras de las pensiones? La sorpresa surge porque, inexplicablemente, el gobierno del PP ha sacado de la chistera un pico de millones de euros para atender una parte sustancial de las reivindicaciones de quienes perciben una pensión pública. Digo sacado de la chistera porque, sin duda, ha sido un juego de manos, un recurso a la magia, teniendo en cuenta que, hasta ahora, el propio Rajoy aseguraba por activa y por pasiva que no los había, y que no existía manera alguna de conseguirlos… Y de pronto, ¡ale hop!, los hay: pura magia, repito. En cuanto a celebrar esta rectificación —ya que agradecerla quedaría feo democráticamente hablando— creo más adecuado escribir unas líneas de reflexión en clave aguafiestas.

Ironías aparte, resulta que —como seguramente conocen ustedes—, siendo decisivo en función de la aritmética parlamentaria el voto del PNV para la aprobación de los Presupuestos Generales presentados por el gobierno del PP, el partido nacionalista vasco puso finalmente como una de las condiciones para apoyarlos que se incrementaran las pensiones públicas en todo el Estado un 1,60%, en línea con la subida del IPC, tal como reclaman las y los pensionistas, entre otras medidas. ¿Debería este colectivo estar de enhorabuena y dar las gracias al gobierno —como reclamaba el desafortunado y tosco portavoz Rafael Hernando— ante esta “generosa” medida del ejecutivo de Rajoy? Pues parece que no. Pensionistas de toda España, lejos de mostrar agradecimiento, insisten en su insatisfacción, y aseguran que continuarán con  las movilizaciones.

Efectivamente, no sólo quienes perciben una pensión pública, sino la sociedad en su conjunto, tienen —tenemos— motivos para la indignación, por muy “generosa” que pueda parecer al referido portavoz del gobierno, y a su partido, esta lluvia de zanahorias montorianas esparcidas sobre un colectivo tan importante en número y significación social, como es el de aquellas personas que viven de una pensión. Porque tanto el gobierno de Rajoy (PP) como el de Urkullu (PNV), con la concesión de esta subida lineal de las pensiones, han dado un paso más hacia ese futuro-presente de una democracia supuestamente democrática en la que para alcanzar la gracia (no el reconocimiento, el respeto y la salvaguarda de derechos) de los poderes políticos de turno, la ciudadanía se ve obligada a entregar a cambio lo que quizás constituya el valor inmaterial humano por antonomasia: la dignidad.

Y es que no puede calificarse de otra manera que de indigna esa práctica “política” que hace descansar una insignificante y tardía subida de las pensiones sobre la aprobación de unos Presupuestos Generales del Estado también indignos, en cuanto que constituyen un paso más en el proceso de descredito del ya de por sí endeble sistema democrático que nos quieren hacer pasar como modélico. Pero ya sabemos que para el liberalismo existe la libertad (la libertad liberal), pero no existe la dignidad (la dignidad personal) de la gente corriente y concreta…, especialmente de aquella gente menos favorecida en el desigual, injusto e ilegítimo reparto de las rentas. A ese mecanismo “político” indigno, que obliga a entregar al completo la dignidad a cambio del reconocimiento incompleto de un derecho, es a lo que está negándose con contundencia y responsabilidad el movimiento de pensionistas.

No deberíamos perder de vista un hecho fundamental para la comprensión de todo lo que está ocurriendo no sólo en España, sino en el mundo “democrático” en su conjunto, es decir, en ese contexto que con grandilocuencia interesada se suele denominar “la cultura democrática occidental”. Porque este caso que estamos analizando, la práctica de una “política” indigna, hecha de puro e interesado tacticismo, no es un episodio aislado en el devenir de esta democracia liberal escasamente democrática que cada vez estamos disfrutando menos y vamos a padecer más, a juzgar por las tendencias que apuntan en esa dirección, y que se confirman a cada día que pasa. Veamos…

Hubo un tiempo —que no debería producirnos rubor intelectual en llamar historia del movimiento obrero— en el que los logros literalmente arrancados por la clase trabajadora a los poderes de la explotación, el dinero y el seguidismo político, lejos de rebajar la dignidad y la autoestima de los trabajadores, las incrementaban, porque tanto los movimientos reivindicativos como los logros penosamente alcanzados eran consecuencia de una conciencia de clase (una “cosa” que los “modernos” neoliberales pretenden desactivar tratando de convencernos de que es una antigualla de la historia). Tanto las acciones reivindicativas, como los logros, eran causa y efecto de una conciencia del valor de la unidad y de la solidaridad entre quienes no tienen más riqueza que su trabajo. Escribo estas líneas el día uno de mayo, desactivado Día Internacional del Trabajo, y pienso que esa dignidad fundamentada en la conciencia de pertenecer al numeroso colectivo de los comunes, esa conciencia del valor de la unidad, de la importancia de la actitud crítica, de la determinación de no dejar pasar ni una a los poderes indignos e ilegítimos…, esa dignidad es la que se ha intentado extirpar de la subjetividad de la gente trabajadora. En su lugar, desde el Poder, se ha pretendido conformar una masa pastoreada de trabajadores postmodernos, clínicamente desmemoriados a propósito.

En lugar de trabajadores reivindicativos, dignos y orgullosos de serlo, se les ha querido reducir de nuevo a la categoría de siervos de la gleba, propia de otros tiempos. Sujetados a faenas trastocadas y precarias, autóctonos sempiternos del tajo, y hasta hace poco atiborrados de entelequias tan aparatosas como evanescentes llamadas “poder adquisitivo”, “calidad de vida”, “progreso”, “cultura del ocio”, y otras seductoras excrecencias de origen liberal-anal, sobreviven en estos tiempos de plomo con jornales de miseria, horarios de goma, y despojados muy a menudo de su dignidad… Desmesuradamente “informados” ahora por una desinformación inducida, y que por su característica inflación suele impedir el conocimiento cabal de las cosas, casi se ha conseguido hacerles olvidar el pasado tortuoso, pero digno, de las conquistas de ese movimiento obrero que ahora se quiere presentar como una reliquia del pasado, prescindible por tanto, según el taimado pensamiento contable neoliberal.

Este es el panorama laboral impulsado por las élites hiperfavorecidas gracias al imperio de unas leyes expresamente legisladas a su favor. Cada reforma significa, en realidad, una vuelta de tuerca más en el proceso de incremento de la explotación y de las desigualdades, que son ya hirientes en el mundo… Había algo más que robar que aquella “vieja” plusvalía, de la que ya consiguieron apropiarse: ahora están intentando, como ya he señalado, despojar a ese mundo del trabajo postmoderno, de diseño neoliberal, incluso de su dignidad. Se llevó a cabo una previa operación de individualización, de aislamiento (sindicación para qué); se favoreció la desmemoria de aquella lucha obrera, y se esparció sobre la sociedad un miedo constante y difuso que disuade la acción reivindicativa.

Afortunadamente, no todo está perdido: movimiento 15M, presencia masiva de un feminismo siempre activo, activismo de pensionistas, mareas y plataformas reivindicativas diversas… La dosificación discrecional de zanahorias como burdos cebos resulta ser una maniobra zafia e indigna que sólo sirve para retratar a los políticos que hacen uso de ella. La gente va siendo de nuevo consciente de que, en democracia (en auténtica democracia), los derechos no son materia de intercambio por migajas de zanahorias, porque el principal derecho es la dignidad. Y la más irrenunciable responsabilidad de quienes están ahí en representación de la soberanía popular es, precisamente, proteger a la gente, a la ciudadanía, de esos poderes globales que cada día intentan privarnos de la democracia y de la dignidad. Ante políticas engañosas e indecentes, insistamos: así no; sin dignidad, no. No obstante, puede que surja una duda inevitable: ¿sabrán los acaparadores de las zanahorias qué es eso de la dignidad?

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Pastor
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Lejos de haberse extinguido a manos de esta nuestra sociedad de la amnesia selectiva, aún sigue vivo el espíritu de aquél memorable artículo (1989) de Francis Fukuyama en el que se proclamaba, nada menos, que el final de la Historia, con mayúscula. La causa de tan fenomenal suceso de trascendencia cuasi-cósmica la hacía residir el autor del artículo —como recordarán ustedes— en el triunfo definitivo, absoluto e incontestable del liberalismo en el mundo. Un triunfo que hacía ya prácticamente inútil e innecesario seguir buscando fórmulas nuevas o alternativas de organización económica, política y social, una vez iniciado el proceso de desmantelación del comunismo soviético, el otro polo que en oposición al liberalismo ha venido sustentando el reduccionista relato binario que la intelectualidad liberal ha procurado mantener siempre activado mediante una propaganda tan incansable como cansina.

Y aunque incluso muchos liberales consideraron las tesis de Fukuyama como una especie de pasada en la defensa a ultranza de las supuestas bondades del liberalismo, lo cierto es que todavía hoy asistimos a la proliferación de apologetas que intentan disuadirnos de cualquier búsqueda de alternativas, tanto prácticas como teóricas, puesto que en ausencia del ideario liberal y sus prácticas sólo puede existir —aseguran los guardianes de la llama liberal— irracionalidad y error, o regímenes despóticos. No falta, por supuesto, en este programa propagandístico, la apelación liberal a la supuesta adaptabilidad del liberalismo a las necesidades y circunstancias de la democracia… liberal, eso sí. Tampoco la referencia a las libertades individuales, a la libertad de expresión, a la garantía de los derechos civiles… En definitiva, la ideología liberal, convertida en mito, admitiría hasta la naturaleza perfectible de la democracia…, siempre, claro está, que no se cuestionen aspectos que vayan precisamente contra los principios puramente liberales (no ya contra la democracia), como la libertad liberal del mercado (aunque ello suponga en la práctica la instauración de la ley de la selva), la preponderancia de la propiedad privada sobre muchos otros derechos, (especialmente los de quienes carecen de propiedades), la fobia a la regulación del trapicheo económico (no ya de la economía)…, etc.

En definitiva, que a estas alturas de la historia tenemos, no indicios, sino incontestable constancia empírica de que el liberalismo, sus prácticas realmente existentes y actuantes, nada tienen que ver con ese liberalismo supuestamente virtuoso que nos presentan los propagandistas liberales. Porque, como bien lo expresó John Brown en su libro La dominación liberal (Tierradenadie ediciones, Madrid, 2009, pág. 21), “La idea de un liberalismo revolucionario y, por lo tanto, en ruptura radical con un antiguo régimen absolutista, teocrático y feudal es mucho más un elemento de la mitología del propio liberalismo que un reflejo de su realidad histórica”. En efecto, la realidad histórica del liberalismo, despojado de su mitología, ha sido la historia de la imposición de una democracia incompleta, de una democracia amañada, consintiendo —siempre de mala gana— las justas y legítimas reivindicaciones de las mayorías menos favorecidas, escatimando y desactivando demandas con el miserable reparto de migajas, o utilizando abiertamente la coerción y hasta la violencia, justificada con “el derecho legítimo y monopolista de la violencia física de todo estado”, como en su día se encargó de teorizar Max Weber.

Y en relación con lo expresado hasta aquí, precisamente estos días llega a las librerías una de esas obras hagiográficas, en esta ocasión prestigiada por la relevancia de su autor: el Premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa. Quizás para atenuar su carácter programático, propagandístico, el escritor peruano califica esta su obra —titulada La llamada de la tribu— como autobiografía intelectual y política.

Prácticamente acabo de leer —más por “obligación” intelectual que por devoción tribal— esta nueva pero nada novedosa aportación a la mitología liberal. Sinceramente, recomiendo su lectura, pero sugiero hacerlo con gafas anti-tópicos, con espíritu abierto, intelectualmente sereno, comprensivo, pero al mismo tiempo crítico. Aunque estoy seguro que quienes lean sin prejuicios las páginas de La llamada de la tribu caerán enseguida en la cuenta del descuadre existente entre la prestigiada personalidad intelectual de su autor —¡¡es Premio Nobel!!— y la tosquedad de los argumentos empleados para defender a toda costa lo indefendible: la supuesta validez exclusiva del liberalismo como herramienta para afrontar los graves problemas generados por el propio liberalismo en el mundo… Lo que sí es cierto es el triunfo de la concienzuda y continuada acción propagandística que el liberalismo ha venido desarrollando a su favor desde los inicios de esta ideología, posiblemente siendo conscientes sus defensores de la profunda y nunca superada quiebra entre lo que se predica desde la ideología liberal y lo que realmente se ejecuta desde las políticas liberales efectivas. El éxito mayor de esa mitología ha sido inocular en las conciencias la idea de que hacer crítica del liberalismo conlleva, como contrapartida lógica, la defensa o simplemente la tibieza a la hora de juzgar los regímenes despóticos de cualquier signo. Una de las insuficiencias del pensamiento binario consiste, como es bien sabido, en reducir cualquier realidad a la caricatura reduccionista del “o esto o aquello”. Y el liberalismo, en cuanto teoría, resulta ser un ejemplo cabal del reduccionismo binario que tanto viene retrasando el progreso del pensamiento…

Tal vez la escasa originalidad del libro de Vargas Llosa, cuya autobiografía intelectual y política desemboca en una defensa forzada y desmedida del liberalismo, haya que buscarla en la presentación de un liberalismo no ya mítico, sino un liberalismo de ficción, acorde con la reconocida y bien ganada fama de “constructor de ficciones” que le hizo acreedor del premio Nobel de Literatura. Porque el liberalismo virtuoso, eficiente, generoso, no dogmático, garante de las libertades, atento al bienestar de los más desfavorecidos, sometido a la soberanía popular, abierto y sensible a realidades y derechos que van más allá del ámbito de la propiedad, la competitividad y los negocios, la especulación y los abusos de poder, sólo existe en la mente del fabulador Mario Vargas Llosa, así como en el imaginario de cierto amplio sector de la congregación de liberales propagandistas.

No quisiera pensar que a su luxury loft de Manhattan no llegan las heridas ni las precariedades de la gente corriente del mundo, ni la hiriente desigualdad que aumenta y que arrolla a la mayoría más vulnerable del planeta, Vargas Llosa retoma la antorcha de Fukuyama y viene a repetirnos que con el liberalismo de siempre —aceptando algunos retoques en sus niveles de concreción, sólo si es estrictamente necesario— hemos llegado, si no al final de la Historia, sí al hallazgo de la vacuna contra la irracionalidad, el error y el despotismo…

Pero lo que realmente me ha movido a escribir estas líneas posiblemente pretensiosas, puesto que pretenden cuestionar el trabajo intelectual de todo un premio Nobel, es la respuesta de Vargas Llosa a una pregunta que le hacen en una entrevista en El País Semanal de 25.02.2018, con ocasión de la publicación de su libro. La pregunta textualmente es la siguiente: “La crisis bancaria de 2008, el aumento de la desigualdad, han reavivado las críticas a la doctrina liberal, que de unos años a esta parte ha sido rebautizada como neoliberalismo”. A lo que Vargas Llosa responde con esta retórica —y cínica— declaración de ignorancia fingida: “Yo no sé qué cosa es el neoliberalismo. Es una forma de caricaturizar el liberalismo, presentarlo como un capitalismo despiadado”.

Evidentemente, el premio Nobel Mario Vargas Llosa hace trampas con esta respuesta, subestima la inteligencia de quienes le leen y siguen su trayectoria como creador de ficciones. Al mismo tiempo, pone en evidencia la finalidad eminentemente propagandística de su libro. Dudo que al pretender negar mediante este burdo recurso dialéctico la pertinencia y consistencia de “esa cosa” que la sociología política contemporánea más solvente ha venido en llamar neoliberalismo, el escritor peruano pueda seguir disfrutando de la credibilidad de quienes consideran que su faceta de analista de la realidad social y política está a la altura de su condición de literato justamente merecedor de un premio Nobel.

¿De verdad que Vargas Llosa desconoce que con el término neoliberalismo un número nada despreciable de intelectuales de reconocido prestigio pretende teorizar seriamente sobre el fenómeno de superación, por digestión, de ese liberalismo de ficción que el prestigioso escritor peruano trata de prestigiar? ¿Desconoce Vargas Llosa que el anunciado final de la Historia no se produjo, y que el liberalismo ha sido complementado y hasta sustituido por otra “cosa” —llámese como se quiera— que, recogiendo el espíritu y la letra del liberalismo clásico, ha terminado por rebasar sus propios límites que lo reducían a mera ideología y a política económica, constituyéndose en una auténtica racionalidad, y que, en consecuencia, “tiende a estructurar y a organizar, no sólo la acción de los gobernantes, sino también la conducta de los propios gobernados”?

¿De verdad desconoce Vargas Llosa —repito que es un recurso retórico, cínico y tosco que traiciona al premio Nobel— las consecuencias reales, no míticas ni de ficción, que el liberalismo ha tenido en la conformación del mundo actual, que amenaza ruina víctima de su espíritu competitivo, individualista, especulador, despiadado y absolutamente desatento con la democracia que dice defender?

¿Desconoce Vargas Llosa que, previa a la consolidación del neoliberalismo, el liberalismo ya estaba en la base de la evidente concentración de rentas y riquezas en manos de los estratos más pudientes de la sociedad, proceso que el binomio Thatcher/Reagan, tan admirado por Vargas Llosa, impulsó y consolidó de manera definitiva?

Si fuera verdad que Vargas Llosa no sabe “qué cosa es el neoliberalismo”, concepto que despacha con la tosca salida a la defensiva (“Es una forma de caricaturizar el liberalismo, presentarlo como un capitalismo despiadado”), entonces la relevancia del fenómeno post-liberal que le habría pasado desapercibido constituiría un lapsus que le incapacitaría como analista de la realidad política y social más actual. Y “esa cosa” que le habría pasado desapercibida a Vargas Llosa es nada menos que “el carácter disciplinario de esta nueva política —la política neoliberal—, que da al gobierno un papel de guardián vigilante de reglas jurídicas, monetarias, comportamentales, atribuyéndole la función oficial de controlador de las reglas de  competencia en el marco de una colusión oficiosa con grandes oligopolios, y quizás aún más, asignándole el objetivo de crear situaciones de mercado y formar individuos adaptados a las lógicas del mercado” (Laval y Dardot, La nueva razón del mundo, Gedisa, Barelona, 2013, pág. 191).

Por lo tanto, o bien Vargas Llosa miente cuando afirma de manera capciosa desconocer —que no desconoce— la realidad que trata de captar el concepto neoliberalismo, o bien Vargas Llosa desconoce la mentira que él mismo contribuye a engordar cuando se declara convencido (por su experiencia política de ruptura mental binaria y por la lectura de los siete autores liberales que glosa en su libro) defensor de los mercados libres, escasamente regulados —lo mínimo, ¿y dónde se pone el límite?— dejados a manos del oleaje de la competición individual y/o empresarial, según los cánones desarrollados históricamente por el liberalismo clásico, neoclásico y ahora neoliberal. Al denostar con su displicente respuesta sobre qué cosa es el neoliberalismo, el Premio Nobel deja en las zonas de sombra de su intelecto y de su sentido de la empatía social, una realidad actual sobrecogedora, a la que un autor de la altura de Zigmunt Bauman calificó de “escenario futuro de terror”…

Es falso que los liberales/neoliberales prefieran un Estado mínimo: lo quieren mínimo, desde luego, cuando desde el Estado se quiere intentar dotar a la sociedad de instituciones que trabajen por la justicia social y por una racionalidad económica que nos evite caer en el caos de la competición… Pero lo quieren fuerte y eficaz para crear y mantener las condiciones favorables a los negocios no siempre legítimos y a la especulación financiera nunca favorable a los intereses de los menos favorecidos por la ruleta del casino liberal/neoliberal…

Pero ahí están personalidades prestigiadas como Mario Vargas Llosa para, haciendo abstracción —ficción— de una realidad difícil de cuestionar (de ahí su patinazo intelectual con esta llamada de la tribu… liberal), intentar convencernos de que incluso el liberalismo embridado de los 50-60, el socialismo democrático, la socialdemocracia, la crítica al liberalismo, etc., son formas del intervencionismo satánico que trata, con estos inventos descarriados, de llevarnos a la irracionalidad, el error y el despotismo… Como si ya, vehiculados por la democracia liberal, no estuviésemos en ello… Si a usted, lector, lectora, le parece exagerada esta afirmación, lea La llamada de la tribu, del Nobel Mario Vargas Llosa…

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J pastor
Fotografía: Jesús Massó

Una cierta conciencia alterada como consecuencia de una abusiva automedicación de esos psicotrópicos que anuncian como remedios sintomáticos contra la gripe, me ha hecho tener estos días una experiencia cognitiva fuera de lo común. Todavía me pregunto qué extraños procesos iatrogénicos (¡…!) han devenido en una mayor lucidez y en un mayor tino a la hora de poner el foco de la atención sobre ciertos aspectos de la realidad que, en circunstancias normales, me habrían pasado desapercibidos. Y aunque mi gripe ha seguido —y sigue— su curso normal hasta la extenuación, puedo presumir de haber atesorado, gracias a esa transitoria conciencia alterada, un manojo de conocimientos ciertos, algo extraordinario en esta era nuestra en la que no hacemos otra cosa que chapotear en los charcos de la incertidumbre más corrosiva, o eso dicen.

Una de las perlas de este inesperado conocimiento cierto al que he podido acceder estos días febriles podría enunciarse así: la más grave de nuestras insuficiencias cognitivas tiene su origen en nuestro acostumbrado desdén hacia la sabiduría que muestran al hablar quienes de nada saben. Y es que generalmente sólo merecen nuestra atención y apreciamos —ahora sé que equivocadamente— la palabra cultivada, experta, cualificada. Cuando un ministro habla —el señor De Guindos, pongamos por caso—, nadie que pretenda conocer los entresijos de nuestra endiablada economía deja de prestar una concienzuda atención y credibilidad a sus palabras, intentando dar sentido a lo que finalmente no resultan ser más que tópicas incoherencias, nebulosas generalidades, menudencias y bagatelas lingüísticas, pero que, por venir de la boca que vienen, algún sentido trascendente pensamos que deben tener.

Personalmente, desde ahora, y aún a riesgo de perder el tiempo intentando conocer asuntos e intríngulis que a nadie parece interesar, voy a prestar una esmerada atención a quienes, de entrada, confiesan no saber nada de nada. De hecho, este giro epistémico personal, esta decisión de escuchar atentamente a quienes de nada saben, me sobrevino y arraigó en mi conciencia —alterada, ya digo— al escuchar entre brumas medicinales las palabras de una persona desconocida para mí hasta ese momento, que decía ser extesorera del Partido Popular valenciano, aunque lo que más despertó mi interés fue una afirmación relacionada con su cargo, vertida por ella misma en el juicio de la Gürtel: “No sé nada de contabilidad”.

Fue en ese preciso momento, seguramente como consecuencia de mi proceso febril, cuando se abrió un mundo nuevo ante mi oxidado aparato cognitivo. Acostumbrados como estamos al análisis de un mundo que normalmente se nos manifiesta patas arriba, las palabras confesadamente ígnaras de una supuesta experta contable me hizo ver las cosas como seguramente son en realidad: el mundo —este mundo nuestro tan particular— gira y gira gracias a la fuerza impulsora de la ignorancia de quienes supuestamente deberían saber.

A partir de esta nueva perspectiva llega uno a comprender que toda la problemática del momento mundial es una cuestión de descuadre contable. Seguramente, cualquier anónimo, honrado y eficiente empleado contable andaría de cabeza buscando, asiento por asiento, apunte por apunte, partida por partida, las causas del evidente y sangrante descuadre planetario. Por el contrario, quienes no saben ni siquiera de las cuestiones básicas de su cargo, pero que ocupan un lugar en la maquinaria del poder, y que seguramente cobran más de lo que merecen por su trabajo inexistente (la extesorera del PP valenciano aclara que su puesto estaba “vacío de funciones”), ante la petición de responsabilidades políticas y jurídicas se limitan a alegar su ignorancia de todo, incluido de aquello para lo que supuestamente están donde están.

Ojalá reaccionemos a tiempo y hagamos un uso más exhaustivo de esta nueva perspectiva —la conciencia alterada— al analizar el porqué de los descuadres que amenazan con dar al traste con la contabilidad mundial: el descuadre de la igualdad de rentas y de oportunidades; el descuadre en el trato de refugiados e inmigrantes; el descuadre de la relación entre hombres y mujeres; el descuadre de nuestra interacción con el medio ambiente; el descuadre entre trabajo y salarios; el descuadre entre los “países de mierda” de Trump y ese modelo falsamente democrático que se autocalifica como “la mayor democracia del mundo”; el descuadre entre la gravedad de los problemas que afectan al mundo y la actitud irresponsable de los poderosos que lo dirigen…

Pero mi circunstancial conciencia alterada me dice que el problema mayor reside en  que aceptamos que dirijan nuestros destinos gente que confiesan no saber nada de nada. En España, sin ir más lejos, tenemos una legión de ignorantes confesos en cuyas manos hemos puesto nuestros destinos. Están siendo llamados por la justicia, pero como alegan que no saben nada…

¡Qué tiempos aquellos en los que esta gente se jactaba de su pretendida superior capacidad de gestión, de su ilusoria pericia en el manejo de las realidades económicas, de su supuesto conocimiento del interés general de las sociedades y de los pueblos…! Me da a mí que las élites del Poder mundial, en su última y reciente reunión en Davos, han convenido en elevar la ignorancia asumida y confesa de los dirigentes como criterio de eficiencia en el pastoreo de las sociedades, puesto que tanto beneficio y tanta legitimidad les ha reportado en los últimos tiempos esa especial ignorancia cultivada de la que hacen ostentación… El rey Felipe VI, sin embargo, que algo debe saber y por ello no confiesa su ignorancia, ha pedido en Davos al capital mundial que invierta en España, disipando temores y asegurándoles que es un destino atractivo y seguro para lograr pingües beneficios…

Suenan a sarcasmo estas palabras reales, cuando es tan evidente que todo ese elitista emprendimiento ha resultado desembocar en un anunciado descuadre descomunal. Pero ahora, para colmo del cinismo, los contables globales no tienen reparos en poner su firma como legítimos y bien remunerados ignorantes. Y ahí continúan…, cacareando declaraciones y discursos acartonados, como si supieran.

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J pastor
Imagen: Pedripol

No hay tarea, por fácil que sea, que no la haga difícil la mala gana. Esta sentencia (desconozco su autoría) cuadra perfectamente con la actitud que ha prevalecido y prevalece en la esfera de los poderes político y económico respecto a una eventual reforma de la Constitución del 78. Porque la mayoría de las voces que en estos días reclaman —con mayor o menor convencimiento—, o aceptan —con más o menos resignación—, la necesidad de la reforma constitucional, parece que tienen en mente aquella práctica lampedusiana de reformar para que nada realmente cambie.

También están quienes no quieren ni oír hablar de tocar el actual texto constitucional vigente, por entender que tal como está cumple perfectamente con las necesidades actuales, si bien suelen omitir la explicación de cuáles y de quiénes son esas necesidades a que aluden. Y es que a ciertos intereses interesados les ha ido y les va bien con la actual Constitución, cosa que no ocurre con quienes más necesitarían una protección constitucional efectiva, como pueden ser las cada vez más numerosas personas dejadas a su suerte —o a su mala suerte— que acaban devoradas por una realidad inconcebible en un verdadero Estado de Derechos.

De todo hay, pero el denominador común de esta aparente variedad de opiniones es la escasa voluntad, la mala gana, de ir a las raíces de la cuestión constitucional. Finalmente, lo que debería ser una reflexión compartida, colectiva, con anclaje social, acaba siendo una acumulación inmanejable de dimes y diretes sobrados de personalismos y partidismo que terminan por impedir esa reflexión en profundidad —radical— sobre el verdadero significado del constitucionalismo y de las Constituciones realmente vigentes, que no son aspectos coincidentes en modo alguno. Porque una cosa es el constitucionalismo como ideal valioso, que lo es, y otra cosa muy distinta puede ser la manera concreta en la que cristaliza ese ideal en las Constituciones realmente existentes.

Por tanto, constitucionalismo sí, en cuanto que ideología que aspira a la salvaguarda de la democracia, pero no Constituciones defectivas llenas de agujeros, trucos, insuficiencias e indefiniciones que las hacen, no ya inservibles a efectos de garantizar la igualdad efectiva y la auténtica soberanía popular, sino que legitiman y coadyuvan a eternizar situaciones injustas y, precisamente, contrarias al sentido fuerte del ideal constitucionalista. No deja de ser significativo que se quiera acometer ahora una reforma constitucional aduciendo la necesidad urgente y grave de resolver el asunto del independentismo, que es grave y urgente, desde luego, pero que tan grave y urgente debería ser afrontar la creciente desigualdad social que amenaza con arrastrarnos a precipicios indeseables, donde incluso el independentismo sería un problema menor.

Creo que no se habla ni escribe estos días (y creo que nunca se habla, aunque el constitucionalista José Asensi Sabater sí lo escribió hace ya dos décadas) de un problema pendiente, y en estos momentos urgente,  que las Constituciones actuales tendrían que afrontar de manera radical: el problema irresuelto (debido a la mala gana) de las relaciones entre la democracia y los mercados. La existencia empírica, incuestionable, de la creciente e hiriente desigualdad (social, laboral, económica…) que todo hace indicar que ha venido para quedarse, así como la actual hegemonía tiránica de los mercados, son hechos que ponen en entredicho un papel constitucional que se debería considerar prioritario y rotundo: la evitación de las graves e intolerables injusticias que se están cometiendo relacionadas con la desigualdad.

Si de verdad las Constituciones garantizaran aquel principio del constitucionalismo revolucionario que decía haber desplazado el poder desde los propietarios del capital (las élites) a los propietarios del voto (la ciudadanía), las alarmas por la vulneración de aquél principio estarían hoy sonando estruendosamente todo el rato. Y es que tampoco se habla apenas del papel legitimador de este estado de cosas que las Constituciones liberales hoy vigentes ejercen. Es un grave déficit constitucional al que apenas se echa cuenta. El pensamiento contable dominante (convertido en auténtica pulsión), menosprecia este déficit, no le concede la importancia que correspondería en un entorno realmente democrático, de ahí que las horrorosas condiciones que está generando la desigualdad en todo el planeta no constituya motivo de escándalo constitucional.

Por todo ello, conviene rebajar en lo posible la confusión sobre este asunto. Dejémonos de favorecer debates interesadamente defectivos, políticamente desactivados, intencionadamente blandos, y aceptemos con valentía intelectual y decencia política un hecho evidente e incontrovertible: el mayor obstáculo para dotarnos de una Constitución que realmente garantizara la imposibilidad de una desigualdad tan hiriente e inconstitucional como la que padecemos en estos días de aciago triunfo del neoliberalismo, no es, como se dice, la dificultad para alcanzar acuerdos políticos de hondo calado, sino la mala gana de quienes integran los poderes político y económico —el Poder— para ni tan siquiera contemplar la posibilidad de una Constitución de tal calibre.

De ahí que el Partido Popular, máximo exponente de esa mala gana, evite incluso nombrar estos días el término reforma, utilizando en su lugar el desactivador eufemismo de ajustes. Ajustes ya sufrió la Constitución, como sabemos; ajustes padeció el mundo laboral; de continuos ajustes suele beneficiarse la fiscalidad de los más ricos… Y así, de ajuste en ajuste va tomando forma la sociedad desajustada de nuestro presente. El resultado es la progresiva anticipación y consolidación de ese futuro escenario planetario de terror, explotación y dominio que anunciaba Zygmunt Bauman en sus últimas reflexiones sobre la deriva del mundo actual.

Y es que esa mala gana que hace difícil cualquier cambio constitucional significativo deriva de una especie de cultura de la satisfacción respecto al statu quo que resulta blindado  —y legitimado— por el actual modelo de constitución liberal vigente en el Occidente desarrollado. Modelo que especialmente en las últimas décadas de esplendor neoliberal se ha decantado por permitir el desarrollo la precariedad, la potenciación del miedo, la normalización del trabajo indecente y la extensión de la desprotección a capas cada vez más amplias de la sociedad.

Conviene, por tanto, que cualquier análisis, o debate, sobre la reforma o no reforma de la Constitución —de la nuestra del 78 en este caso— contemple, con naturalidad y sin llamadas al catastrofismo, la posibilidad de redactar un texto constitucional nuevo, con una mayor carga garantista efectiva de los derechos de aquellos sectores menos pudientes de la sociedad. Porque, en línea con la estrategia del miedo y del catastrofismo, se nos ha querido —y en gran medida conseguido— convencer de que abrir un periodo constituyente es una anomalía indeseable y peligrosa en el normal y deseable desarrollo de una democracia, cuando en realidad el peligro puede venir de querer a toda costa mantener en vigor un texto constitucional obsoleto y que por mucho ajuste que se le aplique difícilmente podrá responder a las necesidades democráticas —verdaderamente democráticas— de una sociedad que se enfrenta a una realidad política compleja, y lo que es peor, complicada, como consecuencia de actitudes irresponsables y asociales de ciertos sectores privilegiados de nuestro país y del mundo.

Se podrá tachar de ingenuidad y de escaso sentido práctico todo lo expuesto hasta aquí. Pero algo peor que ingenuidad y escasez de sentido práctico es empeñarse, o conformarse, con la actual deriva de las cosas, que evidentemente caminan en dirección equivocada sin que tiemblen los cimientos del actual modelo de unas Constituciones pretendidamente virtuosas, suficientes y eternas. Hay trabajo digno para quienes de verdad quieran hacer realidad un constitucionalismo también de verdad, no mediatizado por Constituciones muy permisivas —indiferentes— con actuales estados de excepción y emergencia que se nos quieren vender como inevitables. Puesto que a los déficits que se producen en la esfera de la economía ya se les presta atención prioritaria, tendremos que ir reclamando atención —siquiera sea similar— a los déficits constitucionales. A pesar de la mala gana del Poder establecido.

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Jaime pastor

Fotografía: Jesús Massó

Nadie a estas alturas desconoce que vivimos momentos especialmente complicados. La actualidad, en todos los órdenes, se nos aparece con ribetes y formas borrosas que dificultan sobremanera la comprensión de lo que realmente acontece en el mundo, en nuestro país, en nuestros contextos más próximos, en nuestra propia interioridad… Quizás siempre fue así. Tal vez nunca hemos llegado a conocer cabalmente las claves de los acontecimientos y las razones que originan y mueven los acontecimientos esenciales del mundo, de nuestro entorno cercano, de nuestra subjetividad. Pero tenemos noticias de que al menos hubo un tiempo en que ese conocimiento lo creíamos posible. Poseíamos un manojo de certezas, seguramente ingenuas, pero que actuaban como tranquilizantes cognitivos. Sin embargo, ahora comprobamos que somos herederos de un desencanto descomunal. Y puede que esté ocurriendo eso tan extraño que consiste en la imposibilidad de alcanzar el conocimiento como consecuencia del exceso de información… Todo es posible hoy, puestos a no saber

Dice la opinión experta que el problema estriba en que, al abordar los asuntos políticos y sociales  —asuntos de convivencia en definitiva—  estamos haciendo un uso excesivo de la emocionalidad en detrimento de la racionalidad. Y aparecen estudios con títulos tan significativos como “La democracia sentimental”, que atribuye a esta descompensación entre emociones y razón el actual surgimiento mundial de fenómenos como el nacionalismo, la xenofobia, el populismo…

Pero claro, cabe preguntarse: ¿Y por qué se produce ahora esta preponderancia de las emociones hasta el punto de que la racionalidad queda prácticamente eclipsada? Evidente las causas no pueden reducirse a una sola, pero cualquier explicación tendría que contemplar como causa fundamental la pedagogía negativa practicada —más o menos intencionada, más o menos interesada— por las élites de los poderes hegemónicos a lo largo del extenso periodo histórico que comienza con la preponderancia mundial del liberalismo, incluida su versión neo de los tiempos más recientes. En algún momento (puede que ese momento fuera coincidente con el inicio del neoliberalismo) se produjo un punto de inflexión en las estrategias de control y dominio propias de todo poder autoritario: la manipulación del pensamiento dejó así paso al manejo de las emociones de las gentes, fundamentalmente las emociones que giran en torno al miedo y a la identidad. Y es que el pensamiento, cultivado escasamente y desactivado su potencial revolucionario, pasó a un plano secundario en el interés de las élites del poder para fabricar consentimiento y sumisión… Era el turno de las emociones, de los sentimientos. Y en esas parece que estamos.

Realmente, la potenciación interesada de los miedos y la exacerbación intencionada de los sentimientos identitarios son recursos ancestrales utilizados por los poderes de todos los tiempos. Recursos ancestrales que han seguido siendo utilizados por el poder en los tiempos supuestamente democráticos de hegemonía liberal. Creo que no descubro nada nuevo mediante estas reflexiones nada originales, pero que no han sido ni suelen ser suficientemente aireadas por los propietarios y administradores de la democracia liberal realmente existente. El tabú, el tótem, el chivo expiatorio, el pensamiento mágico, son elementos muy apreciados, bajo nuevas formas, por quienes siguen concibiendo a la ciudadanía como muchedumbre a la que dirigir y encauzar. Antes, mediante la fuerza y la opresión; ahora, con las formas suaves desarrolladas por el actual nuevo régimen definido como “democracia autoritaria”.

Por tanto, tenemos una nueva obligación moral —es decir, práctica— de resistencia: preservar el autogobierno de nuestros sentimientos y emociones. Pero hay más. Para sustentar esta moral de resistencia, necesitamos, en primer lugar, conocer muy bien el territorio que queremos preservar. Tenemos, por tanto, que tener muy claro qué es eso de las emociones y los sentimientos. No lo que nos han hecho creer que son —aquella pedagogía negativa— sino lo que nosotros, como individuos y como sociedad, queremos que sean. De ahí la necesidad de que tomemos plena conciencia de un hecho ya expresado unas líneas más arriba: el autogobierno de nuestro propio aparato emocional es parcial y limitado. Igual que la esfera del pensamiento ha sido objeto clásico de manipulación, las emociones constituyen ahora una “mercancía” disputada por los mercaderes de subjetividades, con la vista puesta en la producción de sumisión y control.

Y, desde luego, es indispensable desenmascarar ese modo de proceder recurrente del liberalismo, atribuyendo un supuesto origen y orden natural a ciertas realidades que se prefieren, interesadamente, preservar de cualquier intento de intervención humana en orden a su transformación y mejora: así ocurrió con la concepción que el primer liberalismo quiso imponer respecto del mercado, y así procede el neoliberalismo ahora en relación a las emociones y los sentimientos. Para esa maquinaria planetaria de producción de obediencia difusa en que se ha convertido la ideología neoliberal, las emociones, como el mercado, serían una realidad natural donde convendría no intervenir (y menos con criterios democráticos) para procurar su mejora.

Es necesario, pues, revertir esa concepción naturalista, substancialista, del sistema emocional humano, que nos hace desatender la posibilidad y la necesidad de mejorar muchas de nuestras manifestaciones emocionales. Lo mismo que con la racionalidad, habría que repensar una sentimentalidad que en ocasiones se torna socialmente nociva. Y este replanteamiento no cabe otro remedio que hacerlo desde un pensamiento complejo y un sentimiento también complejo. Es natural, justo y legítimo el miedo a que se complique nuestra situación personal y a que se trunquen nuestros proyectos de vida; a que se cuestionen nuestras señas de identidad y a que se quieran poner determinadas condiciones a ciertas expresiones de nuestros sentimientos. Pero no somos individuos aislados, como querría y siempre ha pretendido imponer la ideología liberal, sino personas cuya primera seña de identidad debería ser nuestra condición social. Somos en cuanto que sociedad. Ampliamos nuestra personalidad—no la reducimos, como sostienen los dueños del estatus quo— cuando nuestros intereses y nuestros proyectos de vida tienen un anclaje comunitario.

Desgraciadamente, con el fracaso colectivo por el que atraviesa estos días la sociedad española,  estamos sufriendo en propia piel los efectos de una emocionalidad quizás adecuada y válida para una Edad de Hierro Planetaria, pero que se revela como un obstáculo insalvable para la convivencia en el mundo hostil que tenemos delante. Ni los nacionalismos exacerbados de uno u otro signo, ni las manifestaciones exageradas de sentimientos identitarios, ni los deseos de ver realizados nuestros propios sueños apartando al otro de nuestro lado, pueden contener la suficiente fuerza moral para encarar el futuro. ¿A quién no le produce extrañeza que no se haya encauzado tanta vehemencia y tanta emocionalidad desatadas estos días hacia la reivindicación radical por los daños colectivos causados por las políticas de recortes —económicos y de derechos— que, esas sí, terminarán con cualquier proyecto de vida honrada y digna?

De ahí el título que encabeza estas líneas: renovar nuestro fondo de armario emocional. En primer lugar, minimizando esa brecha artificiosa entre razón y emoción. En segundo lugar, poniendo en bucle —y no en contraposición— pensamiento y sentimiento, de manera que podamos encontrar una vía más acorde con las nuevas necesidades cognitivas y emocionales necesarias para construir un mundo mejor; así pues, debemos encontrar la manera de hacer posible una configuración racional de los sentimientos y, simultáneamente, una configuración sentimental del pensamiento: el resultado, una unidad compleja y más rica de racionalidad y sentimentalidad.  En tercer lugar, asumir que no podemos seguir más tiempo atrapados por un sistema emocional rígido e inamovible, pues está claro que la mayoría de los conflictos de convivencia provienen de una emocionalidad dogmática y de naturaleza competidora.

Es necesario identificar y denunciar ese evidente interés del poder en que lo complejo se complique. Lo complejo se complica inevitablemente cuando se afronta la realidad con instrumentos (racionales y emocionales) simplistas. En fin, tenemos por delante una tarea que si nos empeñamos en hacerla desde trincheras mentales y emocionales compartimentalizadas, se nos hará más difícil entender las causas de lo que verdaderamente ocurre en el mundo, en nuestro alrededor más cercano, y hasta en nuestra propia subjetividad. Ojalá no hubiese ocurrido lo que Almudena Grandes ha descrito estos días: “Las banderas han tapado los procesos por corrupción, los asesinatos machistas, la explotación de los trabajadores precarios”.

Termino añadiendo un deseo: que las banderas no nos hagan perder de vista la necesidad urgente de salir de esa Edad de Hierro Emocional que nos empequeñece.

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Jaime pastorFotografía: Jesús Massó

A la hora de analizar los aconteceres políticos de los últimos años (en España y en el mundo), tal vez tendríamos que replantearnos la contraposición que hacemos entre la vieja política (aquella supuesta política realmente existente que se pretende suprimir, jubilar, por su demostrada escasa utilidad), y la nueva política (esa otra política cuyos rasgos fundamentales posiblemente no estén aún bien definidos ni practicados, pero que pugna por abrirse paso y sustituir a la anterior).

Me parece más acertado, más fructífero y más realista plantear el debate político actual en términos de ausencia o existencia de la política. Porque —para decirlo breve y rápidamente— tengo la sospecha de que la política (no esa cosa más parecida a la actividad gerencial) ha estado tradicionalmente ausente de las prácticas del poder al que con demasiada precipitación hemos dado en llamar “poder político”. Porque una cosa es que los asuntos de naturaleza política se aborden desde la política, como sería de esperar, y otra muy distinta es hacerlo empleando esa actividad gerencial que se nos quiere hacer pasar por política: hoy vamos siendo conscientes de que en la lista de las corrupciones del poder debería ocupar un lugar destacado el hurto de la política.

Estamos echando en falta la política ante la evidencia del fracaso estrepitoso y generalizado de las prácticas gerenciales para construir una sociedad más justa, más decente y más apetecible que la actual. El evidente desencuentro entre la gente común y las élites que ocupan los puestos que deberían ser políticos, estriba precisamente en la diferencia y el desfase de los lenguajes, los supuestos y las expectativas que manejan cada una de estas partes.  Por tanto, según este mi punto de vista, no habría una vieja política que oponer a una nueva política, sino la necesidad de instaurar la política, de hacer efectiva y real la práctica política, en un contexto en el que esta brilla —y ha brillado— por su ausencia.

A menudo, ante la constatación de nuestra orfandad política empleamos perífrasis para nombrar ese hecho fundamental al que me refiero —la ausencia de la política—, y así, ante determinados problemas, hablamos de la necesidad de abordarlos mediante “una política con mayúsculas”, o lamentamos la “falta de voluntad política” de los responsables políticos para resolver determinadas cuestiones… Pero el fenómeno que quiero destacar no consiste en que haya un déficit de “mayúsculas” ni de “voluntad”: sencillamente se trata de ausencia de la política, hecho que sólo parece afligirnos en los momentos en los que más se la necesita.

Por tanto, pienso que podríamos empezar a ver con ojos nuevos muchos de los conflictos a los que nos enfrentamos —sobre todo esos que perduran enquistados en el tiempo y que parecen irresolubles por naturaleza— si partimos (aunque sea a modo de hipótesis) de la ausencia de la política y su sustitución por el tratamiento gerencial de los problemas y asuntos políticos. Dicho esto, ¿cabría alguna duda sobre la responsabilidad que ha tenido y tiene la ausencia de la política en la no solución (si no solución total, al menos afrontamiento creativo) de los grandes y graves problemas a que se enfrentan, no sólo España, sino el mundo en su conjunto?

Evidentemente, al poder, en todas sus formas, estos planteamientos le resultan cuanto menos enojosos. La política de la despolitización (es decir, la práctica de la no política que genera a su vez vacío político) ha resultado rentable para la libertad… de movimientos de quienes se han beneficiado y se benefician de ese poder. De ahí que podamos empezar a colegir con una mayor certeza un hecho que en el estruendoso barullo de los dimes y diretes del nuevo mundo (el de los chats, tuits y otros entretenimientos de destrucción mental masiva) habíamos prácticamente perdido de vista, a saber: que la ausencia de la política no es un fenómeno natural o inevitable, sino producto de la voluntad y dedicación de un establishment al que escuece la política y siempre ha operado en contra de su materialización. En su lugar, y para uso intensivo, el poder, en todo el mundo, ha preferido utilizar un sucedáneo: el manejo gerencial de las sociedades.

Los efectos de este proceder están a la vista de quienes quieran verlo: un mundo que se cae a pedazos. Sociedades, países, incluso continentes enteros, obligados a tropezar siempre con la misma piedra; conflictos que esperan inútilmente durante tiempo interminable un tratamiento creativo, nuevo, renovado; colectivos humanos que aguardan agónicamente a que los poderosos tomen decisiones políticas decisivas, no vergonzosas estratagemas basadas en cálculos mezquinos y criminales… Y es que cuando el espíritu gerencial invade los territorios propios de la política, como es consustancial con el modelo neoliberal hegemónico que padece el mundo (de un mundo que se dice libre y democrático), los conflictos se enquistan, se eternizan, se pudren y se agravan.

Para ser conscientes de la necesidad imperiosa de reclamar la política, tendríamos que asumir y aceptar lo que me parece un hecho evidente: que el desprecio hacia la política no es una pulsión exclusiva de los regímenes manifiestamente dictatoriales y tiránicos, sino que anida en los mismísimos cimientos de nuestra deficitaria cultura democrática occidental. Desde el momento fundacional del actual sistema de democracia liberal representativa, el sentimiento constante y actuante de las élites dirigentes ha sido la demofobia, es decir, el rechazo hacia el demos, el recelo ante la posibilidad del protagonismo político del pueblo, el miedo a la soberanía popular, la negación de que la política es, esencialmente, un  espacio de relación entre iguales. Al negar, como principios irrenunciables de una verdadera política,  tanto la relación (siempre negaron el concepto de sociedad y prefirieron la entelequia de los individuos aislados) como la igualdad, estaban de hecho consumando y justificando el hurto de la política.

La imposición de la maquinaria gerencial que se nos ha vendido con la pomposa etiqueta de Estado de Derecho, en la práctica —estamos comprobándolo cada vez con mayor contundencia— no deja de ser una forma de resolver burocráticamente los conflictos políticos,  anomalía que indudablemente está en la base de las derivas autoritarias a la que se dirigen (sin complejos) las democracias liberales de occidente. Y ello ocurre porque en el momento fundacional de este modelo “democrático” prevaleció ese concepto pervertido de política que para el poder significa un tipo de relación también pervertida: nada de relación entre iguales, sino una relación entre dominadores y dominados.

No creo necesario incluir en este artículo muestras de la abundante literatura antidemocrática de los grandes divulgadores de la ideología liberal, y su decantación explícita por una sociedad dirigida a la manera gerencial por una aristocracia sin alma política, e incluso sin alma ni sensibilidad de otro tipo. Y dejo a quienes pudieran estar leyendo estas líneas el ejercicio —fácil pero revelador ejercicio— de buscar, dentro y fuera de nuestras fronteras, ejemplos concretos de las consecuencias catastróficas del tratamiento gerencial de los asuntos y conflictos políticos.

Ojalá que el resultado de este ejercicio, socialmente practicado, fuese una mayor conciencia de la necesidad urgente de rechazar sucedáneos y reclamar eso que no existe: la política.