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Mariza
Imagen Pedripol

No sé de quién es la frase “De cerca, nadie es normal”, pero me encanta. Y creo que me estoy quedando corto, porque en realidad no me canso de repetirla: “De cerca, nadie es normal. De cerca, nadie es normal”. ¿No es fabuloso que cinco palabras se basten para poner en solfa una idea tan puñetera? Porque ha llegado la hora. Hay que empezar a asumir que, química aparte, la normalidad no existe. Admitamos de una vez que estamos ante otro falso dios, ante una entelequia. O como reza la frase de más arriba: ese espejismo que se desvanece a medida que avanzamos. Así que os invito a salir juntos de este armario.

No debemos olvidar que, a pesar de un nombre tan categórico y del poder que le concedemos, la normalidad es solo una convención. En nuestro día a día, nos suele bastar con entendernos someramente, siempre dentro de una comunicación rápida y directa. Es decir, hacemos con la realidad lo que con el Pedro Ximénez, una reducción. Confiamos que el resultado nos ayudará a tragar cualquier plato. No contentos con ello, también generalizamos más de lo que admitimos y, ya sea de un modo consciente o no, manejamos un alto número de tópicos y clichés. Es como si nos sintiésemos más cómodos gestionando una realidad etiquetada, encajonada, subdividida… Solo en este contexto de pereza intelectual, que Machado se pasó la vida echándonos en cara, puede entenderse la supervivencia de una idea tan comodona como es la normalidad.

Y es que filtrar el mundo a través de la normalidad puede que tenga sus ventajas, pero también serios inconvenientes. Millones de matices esenciales quedan fuera del tamiz, aunque con todo, este no es el problema más serio. El uso continuado de sus parámetros acabará por hacernos creer que la normalidad es toda la realidad posible. Al final, aparentar normalidad se nos revelará como el único modo de protegernos de nuestras propias rarezas. Y ninguno de nosotros está capacitado para luchar toda una vida a contracorriente. Por rebeldes que seamos, acabaremos acatando las normas del club de las personas normales y socialmente aceptadas.

Pero ya dijimos que la normalidad es una mera convención y, por tanto, un fenómeno subjetivo y cambiante. A lo largo de la historia se llegó a encontrar normal los atropellos más inverosímiles. En la Grecia Clásica, por ejemplo, la pederastia formaba parte de una tradición aristocrática y educativa. Las familias más pudientes se disputaban el ingreso de sus hijos en las mejores academias, donde eran iniciados por sus viejos profesores en todos los aspectos de la vida, incluido el sexo. De modo que si un crío era admitido en la escuela de Mileto, la misma rima ya te estaba diciendo a qué acabarían jugando él. Y eso que hablamos de la Grecia clásica, cuna de la democracia y la civilización occidental. La normalidad previa a Atenas no es apta para todos los estómagos.

Aunque, quién dijo miedo, echémosle un vistazo a la vieja Historia del Hombre. Esa que se escribe con pan de oro sobre libros forrados en piel. Pronto vemos que es una calamidad. Y la razón se encuentra en su título mismo, en la normalidad con que siempre se ninguneó a la mujer, sobre todo en la toma de decisiones importantes. Creo que no somos lo bastante conscientes, no ya de la sistemática injusticia cometida con un grupo que supone la mitad de la población mundial, sino de la verdadera catástrofe histórica que fue la normalización del patriarcado y su directa consecuencial, el machismo. El belicismo masculino plagó la Historia de guerras, a cual más sanguinaria, de asedios, saqueos, asesinatos, torturas, violaciones… Y todo generando un dolor capaz de propulsar una misión tripulada a Saturno. Al final, solo una idea de progreso y practicidad puso fin a semejante carnicería: el invento de la esclavitud. Fue un negocio de lo más redondo y normal durante milenios.

Pero terminemos este breve repaso a la Historia hablando de la más grande. De la guerra más grande quiero decir, no de Rocío Jurado. Durante el nazismo, millones de alemanes encontraron lógico y normal cogerse de la mano y seguir los pasos de un loco. Aunque el triunfo y fracaso de esa voluntad llevara parejo el mayor genocidio de la Historia. Bueno, también es cierto que a esas alturas del partido, en Alemania se veía normal no conceder trato de persona a judíos, gitanos, homosexuales… Cosa que redujo el Holocausto a “ese hedor a carne quemada, tan repugnante y necesario, con el que ya me acostumbré a vivir”. Palabras textuales de Herr Erik Müller, vecino de Auschwitz que siempre se tuvo a sí mismo por un hombre de lo más normal. Al final, solo la bomba atómica pudo acabar con una guerra que había alcanzado escala planetaria. Y no fue suficiente con una. A Japón se le aplicó la severa ley del Petit Suisse, ahora Danonino. También le dieron dos.

Quiero terminar este descorazonador repaso a la Historia de la normalidad rompiendo una lanza en positivo por dos grupos humanos cuya contribución se consideró anormal muchas veces. Bravo por lo maravillosa y esencial que fue la presencia de grandes artistas y artesanos a los largo de los siglos. No solo son responsables de toda esa belleza que ennoblece nuestro pasado, y nos hace que queramos visitarlo, sino de una profunda sensibilidad que llega hasta nuestros días. Hay que mencionar también a todos esos científicos que, armados con la luz de su inteligencia, fueron capaces de arriesgar sus vidas para enfrentarse a los poderes más oscurantistas. Ambos colectivos se vieron obligados a dejar atrás la normalidad para inducir nuestro progreso.

Hace solo unos días que la OMS dejó de considerar la transexualidad como una enfermedad mental. Y todos deberíamos celebrarlo. No ya por la obligada solidaridad con el colectivo LGTBI+, que también. Aunque a más de uno se la traiga al pairo. No seamos estrechos de miras. Esta medida supone una nueva conquista en la ampliación del patrón de la normalidad y es, por tanto, un avance en la libertad individual de todos y cada uno de nosotros. Consecuencia directa de ello es que la Miss España de este año sea una joven transexual sevillana. “De cerca, nadie es normal”. Evitemos que en pleno 2018, la normalidad y su moral de vieja de pueblo sigan juzgando nuestras vidas. Es tarea de todos hacer que cualquier tiempo pasado parezca peor.

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En su novela Trópico de Cáncer, Henry Miller incluyó un pasaje que siempre me ha fascinado, y no solo por su morbosidad. Es de noche, en París, el protagonista está borracho y se ha encerrado en el lavabo de un garito con la chica que acaba de conocer. Él se ha sentado en el váter con los pantalones bajados, y ella, que es un poco gordita, se remanga la falda como puede hasta colocarse a horcajadas. Luego se introduce el pene en la vagina y empieza a moverse con bastante soltura. Es al abrazar con sus manos aquel culo rollizo que sube y baja, cuando el autor escribe: “Era pesado y ligero a la vez, como un trozo de plomo con alas”. Pues lo dicho, plomo con alas. Quédense con esta metáfora y olviden todo lo demás.

Si traigo la frase a colación es porque la tengo presente cada vez que me siento a escribir, cuando pretendo hacer algo con un cierto peso a la vez que ameno. De hecho, que este artículo contenga las dosis justas de gravedad y ligereza es mi máxima aspiración ahora. Es toda la filosofía que conozco, mi secreto de belleza, la emulsión que hará deliciosa o no la salsa de mi estilo, así que ya lo saben. Pero no crean que remontar un trozo de plomo con alas es algo sencillo. Insuflar gracia a un texto serio puede llegar a convertirse en una tarea ingrata e imposible. Y todo mientras me gano complicidad de ustedes y juego con su paciencia, sin arriesgarme a que dejen esta lectura a la mitad.

Estos días pasados le daba vueltas a escribir sobre los conceptos éxito y fracaso. Parecen tan antagónicos que deben tocarse en algunos de sus extremos, pensé. Me pareció un tema trascendente a la vez que ligero, perfecto para explayarme. Supuse que me permitiría incluir algunas ideas asociadas, como fama y desprestigio, o popularidad y anonimato. Y que, en medio de todo eso, podría introducir algunos chistes con los que animar el cotarro. Pero resulta que el tono del artículo me está saliendo más grave de lo previsto, y empiezo a tener la sensación de que pierdo el control sobre el resultado final. Para colmo, tenía pensado incluir una anécdota que le ocurrió a un personaje que todos conocen, pero acabo de caer en la cuenta de que no es una historia que vaya a hacerles reír precisamente.

Gracias a sus películas mudas, el joven Charles Chaplin había alcanzado una fama inusitada. En tiempo record era ya toda una estrella planetaria y gozaba de un nivel de popularidad muy superior al que nadie hubiera experimentado antes. Su talento había sido decisivo para convertir el cine en el mayor entretenimiento de masas conocido. Cada día, millones de personas de todo el mundo guardaban cola para ver sus películas. Pero, curiosamente, el propio artista aún no había asimilado la trascendencia de este hecho. Era consciente de que el éxito le sonreía, pues los números de su cuenta bancaria no paraban de crecer. Pero Chaplin desconocía la destacada posición que su genio le había reservado en la Historia, y lo que eso significaba.

Nuestro artista había salido de Londres solo una década antes, con el propósito de realizar una gira con su compañía de mimos por los Estados Unidos. Pero después de firmar un contrato con unos estudios de Hollywood se había quedado allí. Había pasado los últimos años filmando una película tras otra, apenas sin contacto con el mundo. Pero ahora le tocaba volver a su tierra natal y enfrentarse a la realidad. Cuando, después de cruzar el Atlántico, el buque en el que viajaba se dispuso a atracar en el puerto de Londres, una muchedumbre enfervorecida abarrotaba los muelles. Radios y periódicos habían anunciado a bombo y platillo la llegada del nuevo astro de la pantalla y la expectación había sobrepasado todo lo imaginable. Fue al bajar las escalinatas, delante de aquella multitud que le vitoreaba, que el desconcertado actor experimentó un repentino episodio de nausea y vomitó.

Se había convertido en la primera celebrity global de la Historia, con una popularidad muy superior a la de cualquier rey, emperador u otra figura conocida. Y acababa de sentir el sabor acre de la fama como nadie lo había experimentado antes. El eje del mundo se le había trastabillado bajo sus enormes zapatos de payaso, y esta vez siquiera contaba con el flexible bastón de su personaje para apoyarse. Debió sentirse desnudo fuera del plató, desdibujado sin su bigotito y su bombín, y aquella fama desmesurada, aunque de sobras merecida, se le reveló en forma de nausea existencial. El genio se adelantaba varias décadas al fenómeno descrito por Sartre en su novela de 1.938. Hasta en eso fue un visionario.

Pero, aunque era un hombre moderno, Chaplin odiaba la frivolidad de su época. Al contrario que la mayoría de artistas e intelectuales de entonces, siempre fue crítico con la velocidad que se había apoderado del siglo XX, se resistía al mero encanto por lo novedoso, y le aterraba la alienación que se esconde tras lo uniforme. Y todo lo denunció en sus películas, de Tiempos Modernos a El Gran Dictador. Él solo quería que le dejaran trabajar en paz. Era un perfeccionista nato y estaba poseído por su propio talento. La fama fue solo un doloroso daño colateral que arrastró toda su vida.

Tras él vendría el resto de sus compañeros de Hollywood, un star sistem cuajado de glamur y escándalos. También todas esas guerras que tan famosos hicieron a militares y políticos, muchos de nefasto recuerdo. Y las grandes figuras del deporte, popularizadas por la televisión antes de volver a caer en el olvido. Y el éxito mundial de The Beatles, y ese “ahora somos más famosos que Jesucristo”, que le terminaría costando la vida a Jonn Lennon. O cuando Warhol se anticipó al éxito de realities y redes sociales, al vaticinar que en el futuro todos seríamos famosos quince minutos. Pero si la fama dura quince minutos, la posteridad es el olvido inmediato, así que hay que darse prisa, y criarla antes de echarse a dormir. Aunque, como dijo el personaje de una comedia de Almodóvar: “El éxito no tiene sabor ni olor y, cuando te acostumbras, es como si no existiera”.

Una noche que volvía a casa borracho, me encontré en la calle un caramelo chupado, y a mí me pareció la cosa más bonita del mundo. Fue como tropezar con un rubí extraviado en la acera. Yo acababa de dar un buen concierto con mi grupo de entonces y me sentía feliz tras los aplausos. Pero cuando me agaché a cogerlo: ¡oh oh! Noté que estaba pegajoso. Al descubrir lo que era, sacudí la mano con asco y me deshice de aquello. Poco después, noté un sabor a fresa en mi boca. Entonces supe que, en mi torpeza alcohólica, acababa de limpiarme los dedos de un chupetón. Había bebido demasiado. Si el éxito fue capaz de hacer vomitar a todo un genio como Chaplin, ya se pueden imaginar a qué redujo el estómago de un tipo tan corriente. Recuerdo bien que por aquellos años yo no paraba de leer una y otra vez Trópico de Cáncer. Ya saben, plomo con alas.

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M ariza
Fotografía: Jesús Massó

¿Alguien recuerda el monólogo de Antonia San Juan en Todo sobre mi madre? Una sombra avanza sobre las tablas. El telón está echado, y el público llena el patio de butacas. Pero en vez de comenzar Un tranvía llamado Deseo, es La Agrado quien aparece en la palestra. “Por causas ajenas a su voluntad, dos de las actrices que diariamente triunfan sobre este escenario hoy no pueden estar aquí. Así que se suspende la función”. Pero en vez de limitarse a dar la mala noticia, el personaje empieza a improvisar, e invita a los espectadores que lo deseen a quedarse, y a disfrutar de un show algo más frívolo e intrascendente que el drama que habían ido a ver. Pues bien, salvando todas las distancias, es justo lo que me dispongo a hacer ahora.

La dirección de ETP tiene a bien invitarme a publicar en sus páginas cada cierto tiempo, algo que me entusiasma, pero que me supone siempre un nuevo reto. Como podrán ver en la nota biográfica de más abajo, no soy ni periodista ni un profesional de la escritura. Así que dependo de un montón de factores para llevar a buen puerto mi colaboración. Carezco de la disciplina necesaria para escribir de un modo continuado, de ahí que mis obras completas no contengan más que un puñado de canciones, un par de comedias, y algunos cuentos y artículos. A pesar de todo, acepto la invitación de colaborar con esta revista siempre que dispongo de tiempo, y cada vez que lo hago me esfuerzo por dar lo mejor de mí.

Pero esta vez no pude abordar el artículo como me habría gustado. Una larga mudanza, el catarro que aún arrastro, y otras vicisitudes con las que no quiero aburrirles, me impidieron hacerlo. Necesito empezar rumiando la idea durante algunos días. Y digo “rumiar” porque es el verbo que mejor describe esa parte del trabajo previo. En realidad no pienso ni estructuro ni nada que se le parezca. Solo le doy vueltas a la idea dentro de la cabeza, como ropa en una lavadora. No sé cómo, eso hará que todo sea un poco más fácil cuando decida sentarme a escribir. Pero, incluso llegado ese momento, soy un autor indeciso y puñetero, así que siquiera esta última parte del proceso me suele salir de un modo fluido. Al final, el tiempo se me echaba encima, tenía que entregar el artículo hoy y anteayer siquiera había empezado a plantearlo.

Ese es el motivo por el que estoy aquí, como La Agrado, contándoles mi vida y milagros, a falta de una propuesta mejor, asumiendo la misión de salvar los muebles, echándole morro a la posibilidad de colocar este texto apresurado entre la calidad crítica y analítica de mis compañeros colaboradores. Así que pueden pasar al siguiente artículo si lo desean, pero como diría La Agrado: “A los que no tengan nada mejor que hacer, y para una vez que venís al teatro, es una pena que os vayáis. Además, si les aburro hagan como que roncan, así: grrrrr. Yo me cosco enseguida y para nada herís mi sensibilidad, eh, de verdad”.

Y ya que les estuve hablando del modo en que me enfrento al hecho de escribir, se me ocurre que podría ahondar por ese camino un poco más.  En los talleres de creación literaria, a la mayoría de los alumnos les interesan los trucos usados por los escritores más veteranos. Yo no soy un autor de éxito, así que los consejos que pueda darles no les ayudarán a triunfar en la literatura, pero resulta que llevo juntando palabras bastante tiempo, cuento con un reducido grupo de amigos que aseguran que no lo hago mal y, sobre todo, necesito con urgencia un tema para este artículo que ya llevo por la mitad, así que me decanto por seguir por ahí.

Pero descuiden, para evitar que mis consejos literarios se les hagan bola, les daré forma de decálogo. La efectividad comercial y didáctica de esta fórmula se remonta ya a los tiempos de Moisés. Así que ni vaselina ni ostias, nada como dividir cualquier cosa en diez trocitos para que entre mejor. También empezaré a usar la segunda persona del singular para hablarles a partir de ahora. Quedará más íntimo y amigable. Y, ya por último, y teniendo en cuenta que son las mujeres quienes más leen y escriben, y puestos a cumplir con la razonable cuota de un lenguaje no sexista (pero alejado de esas fórmulas que buscan contentar a tod@s y que me son inasumibles), les propongo usar el femenino como género neutro. No estoy cien por cien seguro, pero creo que sería la segunda persona del femenino/singular. ¿Os vale? Pues ahí van mis:

Diez consejos para escritoras nóveles, tengas la edad que tengas.

-Empieza por poner una palabra detrás de otra, y sigue todo el tiempo que puedas. Procura no mirar atrás ni releer. Se trata de comprobar hasta adonde eres capaz de llegar. Pronto descubrirás que es una actividad muy distinta a pasar las mañanas chateando. Escribir sin un interlocutor que te responda es algo parecido a hablar con una pared. Una actividad de locos que empezará a perturbarte desde el primer momento. Siento la mala noticia, pero era importante que lo supieras.

-Si a pesar del riesgo psíquico que ya sabes que entraña, estás decidida a pasarte media vida sola, encerrada en tu cuarto y delante del procesador de textos, allá tú. Tarde o temprano te verás obligada a adoptar, o adaptar a tu estilo, la triste reflexión de Truman Capote: “Cuando Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo; y el látigo es únicamente para autoflagelarse”. Hacerlo no te servirá de mucho, ya te lo digo yo, pero dará a tu carrera literaria un toque drama queen muy efectista. Suerte.

-Empieza a comportarte como un genio en cuanto hayas terminado tu primera página. Da igual su calidad, la literatura necesita de nuevas niñatas que se sueñen Virginia Woolf y adolescentes idiotas y chulescos como Rimbaud. Es una cuestión de sangre nueva, de troncos que arrojar al fuego de la literatura universal. Si tu primera página la escribes a los cincuenta años, este consejo también vale para ti. Es solo que dispones de menos tiempo. Aligera.

-Toda opinión personal envejece de un modo lamentable, así que mejor ahórrate la tuya al escribir. Si acaso te vieras obligada a exponerla, deja bien claro que opinar es algo que no te tomas muy en serio. Aunque mi consejo es que no te tomes muy en serio nada que hagas. Tampoco a ti misma ni a tu carrera literaria Y mucho menos cualquier cosa que yo pueda decirte. Y que conste que no te quiero confundir. Hazme caso.

-Confía en las palabras cuyo significado conoces, y en la alquimia que te brinda su mezcla. Antes de empezar a usar el inglés que acabas de aprender, prueba a aproximar conceptos como manzana y limadura de hierro. La escritura se construye así, arrimando palabras e ideas, y confiando en que el chispazo que generan provoque un incendio. Añadir a tu castellano palabras en inglés sería echar agua fría sobre aceite hirviendo. No va a prender de ninguna manera, solo te salpicará, te quemarás y al volver de urgencias te tocará limpiar la cocina.

-No es necesario que tú lo seas, pero intenta que tu obra parezca inteligente. Hablamos de un mirlo blanco, un valor escaso, y más en estos tiempos. Pero por nada del mundo renuncies a parecer un sabio despistado. Para ello no cites a Wittgensteins sin ton ni son (y este consejo ya me duele dártelo, pues es un apellido capaz de dignificar hasta un reportaje del Pronto). Tampoco necesitas abordar los principios de la astrofísica en cada página que escribas, recuerda que se puede hacer una crónica inteligente hasta del Sálvame. Yo intento suplir mi falta de inteligencia abusando del sentido del humor. Porque aunque no son lo mismo, inteligencia y humor se parecen casi como dos monedas de un euro, y en el fondo tienen un valor idéntico.

-A medida que avances como escritora, sentirás que el demonio de la narrativa te empieza a poseer. Asumirás retos más y más complejos, y los roles acabarán siendo tan distintos a ti misma, que habrás de esforzarte muchísimo para empatizar con cada personaje. Es una actividad muy enriquecedora, cierto, pero cuyas consecuencias tendrás que empezar a asumir tarde o temprano. A Flaubert se le atribuye un “Madame Bobary soy yo”, y puede que eso mole mazo, pero significa también que alguien se está callando un “Heidi soy yo”, o un “Yo soy Fu Manchú”. Así que si no estás preparada para que tus lectores crean que eres clavada a la protagonista de tu novela, ahórrate el disgusto.

-Escribir tiene mucho más que ver con la jardinería de lo que pudiera parece. Así que cuando creas tener el texto terminado, coge las tijeras de podar y desbroza sin miedo. Respeta la estructura que sostiene el follaje, claro, pero corta cada rama de cuyo extremo no cuelgue una flor o una fruta. Este consejo vale solo para la prosa. A un poema tendrías que hacerle la manicura. Es algo mucho más delicado. La poesía se duele y sangra si no la tratas con el cariño que se merece.

-“No te andes con rodeos. Sé conciso y breve, que cada frase sea un puñetazo a la cara del lector”. Esta es una tontería que nos repiten mucho los narradores americanos y sus acólitos. “Para aprender a escribir, lee a los clásicos”, nos dicen en cambio los autores europeos. Pero prueba a leer a Shakespeare y su concisa capacidad expresiva. En vez de “amanece lloviendo”, te soltará “el astro de fuego se eleva sobre las viejas lágrimas mundo”, y se quedará tan ancho. Así que mejor pasa de todos los consejos y escribe lo que te salga del mismísimo moño. No hagas nunca caso a nadie.

-Y sobre todo, y por encima de todo, no te pares a pensar en qué debes escribir ni cómo debes hacerlo. Si has decidido escribir, huye siempre hacia adelante. Es justo lo que termino de hacer ahora para cumplir mi compromiso con ETP.

Esto son los diez consejos que os doy ahora, pero tenía otros. Gracias por vuestra flexibilidad lectora, amigos. En mi próximo artículo intentaré ser un poco más ortodoxo. O igual no. Besos.

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Martin ariza

Fotografía: Jesús Massó

Cara al sol del verano de 1960, Manuel Fraga dio una muestra de astucia política al difundir, desde el Ministerio de Información y Turismo que dirigía, su “Spain is Different”. La finalidad de la campaña era mejorar la imagen del franquismo en el exterior y atraer a nuestro suelo patrio ese fenómeno en auge que era el turismo internacional, con cuyas divisas se quería animar nuestra maltrecha economía. El eslogan invitaba a mirarnos como una singularidad, y no como la anomalía que verdaderamente éramos en el entorno europeo. Según Fraga, los españoles vivíamos en un estado excepcional, y no en uno de permanente excepción. Pero claro, hablamos del tipo que años más tarde, ya muerto Franco y reconvertido en democrático Ministro de la Gobernación, dejó para la historia la frase “¡La calle es mía!”.

En resumidas cuentas, España no era un país peor que el resto, por más que lo pareciera, sino diferente. Y escuchando esta monserga nos pasamos aquella década prodigiosa que fueron los sesenta. Para bien o para mal, el “Spain is Different” funcionó desde el primer momento (y hasta supuso el origen de esa extraña cosa que hoy llamamos “Marca España”), y hubimos de aceptarlo con resignación, que es como se aceptaban las cosas entonces. Porque a ver quién tiene güevos de echar por tierra su propia idiosincrasia, y más en ese estado de exaltación nacional en el que vivíamos.

Así, mientras Europa disfrutaba de un estado de bienestar que posiblemente no se volverá a repetir, aquí tuvimos apenas un «desarrollismo» económico, gracias al que las élites franquistas pudieron rentabilizar sus años de apoyo al dictador. Porque España bien podía estar atrasada en todos los sentidos, pero ver pregonada nuestra singularidad en los carteles a muchos les puso muy palotes. ¿Que éramos bajitos, desnutridos y medio analfabetos? Vale, pero también éramos la mar de salaos, coño. Y no íbamos a dejar de reír, por desdentada que fuera nuestra risa. Y porque también se ríe por no llorar, es de suponer. Si en el extranjero tenían a The Beatles, nosotros teníamos a Manolo Escobar y sus hermanos. Y todo así, en una suerte de tocomocho que ya encontrábamos normal a esas alturas. Era lo que había, así que acabamos por interiorizar la cutrez.

Y mientras los guiris venían a visitarnos en avión, aquí tener un tío en Graná era no tener tío ni tener na, de modo que quedarte sin conocer a un pariente lejano era lo normal entonces. Y mientras las extranjeras se paseaban por nuestro territorio enseñando muslamen bajo la minifalda, una española necesitaba la autorización de su marido hasta para abrir una cartilla de ahorros. Pero esto lo veíamos normal y se aceptaba. Nuestras tardes de verano se teñían de sangre, y en las fiestas se incendiaban toros, y se defenestraban cabras desde lo más alto del campanario, y todo para el solaz de una muchedumbre embrutecida. Era todo lo que había, y nos parecía normal. En las aulas de nuestros colegios, la regla de madera de cada maestro descansaba de su sádica actividad del curso. Eso las que no se habían roto sobre las espaldas de los alumnos más torpes. Y a todos nos parecía normal. Y lo peor es que la lista de terribles diferencias que encontrábamos normales sería interminable.

En aquel contexto histórico, más que diferentes fuimos anómalos, como Alfredo Landa en una playa abarrotada de suecas. Asumimos demasiadas peculiaridades que no podían ser sino inadmisibles, cuando no simplemente repugnantes. Por suerte, la cultura, el sentido común y una sensibilidad más evolucionada, nos ayudan hoy a ser mejores españoles cada día. De aquella época nos quedan quizás estas tragaderas que igual nos sirven para ignorar la corrupción del actual gobierno, que el sistemático saqueo de nuestras arcas públicas. Y todo a mano del partido político fundado por aquel padre de la patria que fue Don Manuel Fraga Iribarne. Curiosa coincidencia, el mismo señor del “Spain is Different”. Y de aquellos barros en los que chapoteábamos diferentes, estos lodos que nos arrastran y parecen los mismos.

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Martin ariza

Ilustración: pedripol

Escribo este artículo tras el fin de semana negro que cerró mayo con otras tres mujeres asesinadas a manos de sus parejas. Se elevaba así a 28 la cifra de crímenes machistas en nuestro país y en lo que va de año, un 47% más que en el mismo periodo del 2016.   

Esta noticia no solo debería provocar nuestra más unánime repulsa, sino hacer entender a quien aún tenga alguna duda, que la lucha por la igualdad de las mujeres es imprescindible y que debe continuar. Yo me declaro abiertamente feminista, quizás por eso encuentro tan sospechoso el modo de actuar de la Asociación «Ve la Luz». Vamos por partes.

La tarde del sábado 20 de mayo me acerqué a la Puerta del Sol de Madrid. Quería hacer un poco de bulto, y apoyar así la moción de censura de Unidos Podemos a Rajoy. Al salir de la boca del metro, vi que el acto ya había comenzado. Sobre el escenario hablaba una política, no sé cuál. 

La plaza estaba llena, aunque no abarrotada, y pude recorrer algunas de sus partes con cierta facilidad. Como es lógico, los simpatizantes de Podemos vitoreaban cada consigna que escupían los altavoces. Aunque, curiosamente, un grupo de chicas parecía disentir de un modo muy airado. Pertrechadas con varios megáfonos, no paraban de abuchear y desgañitarse con todo tipo de consignas, quizás un poco fuera de lugar. Estábamos en una concentración de izquierdas y justo en ese momento una mujer tenía la palabra sobre el escenario. ¿Por qué aquellas chicas mostraban tan agresivamente su enfado?

Decidí acercarme un poco a ellas. Vi que habían montado allí una especie de santuario. La zona estaba cubierta por retales de plástico negro sobre el que se podían leer proclamas contrarias a Podemos. Algunos trozos desmembrados de maniquíes poblaban la escena, junto a lápidas de forexpan, cada una con su propio epitafio crítico, también contra Podemos. Todo este set estaba balizado con cinta, y la verdad es que nadie osaba traspasarla. Las chicas estaban en pie de guerra. No mostraban miedo, al contrario, más bien mantenían una actitud desafiante. Lo primero que pensé fue: «Algo han tomado estas chicas, y parece muy bueno».

Me sorprendió, a la vez que agradó, la juventud de la mayoría de ellas. Supuse que la rebeldía propia de su adolescencia las llevaba a discrepar con todo. Eso sí, su comportamiento producía el mismo bochorno e irritación que el de un grupo de fans de Justin Bieber desmadradas. Prácticamente todas llevaban el cuello y las manos manchadas de una misma pintura roja que simulaba sangre. Mostraban las palmas de sus manos abiertas al frente mientras coreaban, gesto cuyo propósito es expresar indefensión, pero que a mí siempre me acaba generando desconfianza.

Por mi experiencia en el mundo del espectáculo y la televisión, sé reconocer cuándo un decorado carece de verismo. Y puedo dar fe de que todo aquel atrezzo era más falso que un euro con la cara de Popeye. Por poner un ejemplo fácil de entender, era evidente por la caligrafía de todas las consignas contrarias a Podemos habían sido escritas con la misma pintura blanca y por la misma mano. A ver, el espacio de protesta de unas adolescentes que están en lucha por reivindicarse como mujeres libres jamás sería ese. Todas habrían querido participar y aportan su sello. Justo de eso trata la liberalización de la mujer, de participar, ¿no? El mismo efecto producía la distribución de la pintura roja sobre el cuerpo de las chicas. Parecía el trabajo de un maquillador desganado y falto de imaginación.

En el plano actoral, la cosa tampoco mejoraba. La entonación con que coreaban «¡Sí se puede, pero no sin las mujeres!», recordaba a la del chiste de «¡Las rubias no somos tontas!». Se notaba mucho ese acento untuoso, de paladar hecho al merengue de las confiterías del Barrio de Salamanca, ¿saes? Lo curioso era que también contaban con algunas chicas que sí que parecían verdaderas feministas. Entonces, ¿por qué todo sonaba tan falso, a plan orquestado, a cosa dirigida desde fuera de allí? ¿Por qué aquellas chicas actuaban como figurantes en vez de ser protagonistas? Pronto localicé entre ellas al reducido grupito que dirigía a las demás.

A todo esto, subió al escenario de Unidos Podemos el representante de la Marcha Minera y gritó: «¡Buenas tardes! Estoy contenta y orgullosa de estar con todas vosotras!». Joder, aquel maromo estaba subvirtiendo el machismo histórico de nuestra lengua, y lo mejor es que no sonaba ni forzado ni ridículo. Decididamente era un golpe de efecto, pero en esa intención había más espontaneidad y verdad que en todas aquellas chicas enfurruñadas y en su mausoleo de plástico. El minero continuó en femenino toda su locución, y Sol al completo lo sintió y aplaudió. Todos menos aquellas chicas, que seguían el plan trazado para el que habían sido puestas allí.

Cuando lo que parecía un matrimonio de ancianos se les acercó y les gritó educadamente, como cuando estás en una discoteca y tienes que elevar la voz sobre el estruendo, que ellos habían viajado toda la noche en un autocar para estar allí, y que les gustaría poder escuchar a sus políticos, ellas respondieron con un unánime «¡Agresores, agresores!», seguido de un zaghareet, ese grito de las mujeres árabes que a mí, personalmente, tanto me saca de quicio. Tengo que reconocer que en ese instante deseé con todas mis fuerzas que se les rompieran las cuerdas vocales.

Muerto de indignación y curiosidad, me alejé un poco de aquella turba. Saqué mi viejo Iphone del bolsillo y me puse a investigar. Después de teclear «Ve la Luz», que es como el grupo se hacía llamar, pude leer en su página de inicio: «Asociación Gallega para la defensa de mujeres y niñ@s supervivientes de la Violencia de Género y/o abusos». Aquél santuario hecho de plásticos llevaba allí desde el 9 de febrero, y la intención de la asociación era mantenerlo indefinidamente.

La página continuaba con artículos sacados de la prensa internacional en alemán, portugués, italiano, francés, sueco… Decidí tomar un atajo y saltar a la pestaña siguiente. Quiénes Somos: «La asociación la integramos en su mayoría supervivientes de la violencia de género y/o abusos, y familiares de las mismas». ¿Qué quiere decir esto? Pues que «Ve la Luz» se posiciona en una franja tan descarnada que hace que te lo pienses dos veces antes de hacerles la mínima crítica. Pero, ¿quién dijo miedo? Allá voy.»Ve la Luz» se blinda como lo haría la bomba de una película de acción barata, ese tipo de artefacto que te estallará en los morros si intentas desactivarlo, independientemente de cuál sea el color del cable que cortes. Razón por la que no he encontrado ni un solo comunicado de Podemos o de alguno de sus simpatizantes sobre el troleo que sufrieron en Sol.

Salvando pocas distancias, «Ve la Luz» imita a Manos Blancas, aquella asociación que instrumentalizó políticamente el asesinato de Miguel Ángel Blanco. ¿Recuerdan cuando discrepar con el denominado Espíritu de Ermua te convertía de inmediato en ETA? O estabas a lo que el espíritu decía, o estabas contra él, en una especie de ouija loca cuyas reglas tenías que respetar aun estando en contra de ese tipo de juegos.

A la postre supimos, gracias a la Unidad de Delincuencia Económica y Fiscal, que el PP usó el nombre de Miguel Ángel Blanco para financiar actos irregulares y ganar elecciones. Pero para entonces ya había pasado el tiempo, la noticia casi no salió en los medios y nadie tuvo que dimitir ni dar explicación alguna por un uso tan repugnante del dolor de todos. Es el típico modo de actuar del PP; y esta misma sospecha se proyecta ahora sobre «Ve la Luz».

Ya en casa, continué interesándome por saber más de la asociación, y tengo que reconocer que no lo ponen nada fácil. Intentando justificar su actitud de Sol, tan centrada en Podemos, los argumentos que dan son bastante estúpidos.

Al tener junto al Kilómetro Cero su santuario de protesta, «Ve la Luz» pasa a considerar la Puerta del Sol como un lugar sagrado, un mausoleo en propiedad que nadie puede profanar sin despertar el espíritu airado de todas las mujeres asesinadas. ¿Qué es esto? ¿el argumento de Poltergeist? Vuelven a usar los espíritus, y la intención sigue siendo la misma: tomarnos por tontos. Al fin y al cabo esto no es nada nuevo. ¿Qué lleva haciendo la iglesia desde siempre, si no es poner una sucursal suya en el centro de cada pueblo, que es donde se reúne la gente, incluso para protestar?

La Asociación «Ve la Luz» parece olvidar que Sol es una plaza pública llena de historia, el centro de una gran metrópolis, la capital del país, y justo el lugar en el que nació el 15-M. Curiosamente, no consta ninguna protesta de la asociación por tener que compartir espacio sagrado con el banal Bob Esponja o, lo que es peor, con ese Alien que lleva décadas acosando a la pobre Teniente Riplay o, lo que ya es de juzgado de guardia, ese grupo de mariachis, cuyas rancheras son purita incitación a abusar de tu chamaca. Cualquiera que conozca la Puerta del Sol sabe de lo que hablo.

Conclusiones a las que llego. La Asociación «Ve la Luz» no solo expresó claramente esa tarde su rotundo enfado ante la moción de censura de Unidos Podemos a Rajoy, sino que con él se retrató. Hablamos del Gobierno cuyos recortes han desprotegido más que ningún otro a las víctimas de la violencia machista. También ha recortado la ley del aborto. Así que la actitud de las chicas es injustificable. En todo momento buscaron reventar el acto, tensar la cuerda con la intención de provocar un altercado que obligara a la policía a intervenir. Por suerte, la gente allí reunida aguantó el chaparrón y no entró al trapo.

Curiosamente, la caverna mediática sí que corrió al completo a hacerse eco de aquellas «agresiones a feministas por parte de Podemos». Ellos siempre tan sensibles a este tipo de causas. Como casi todo, esta desproporcionada reacción mediática también puede verse en Google.

Ayer tarde, cuando tenía este artículo a medio escribir, me acerqué a la Puerta del Sol. Fui dispuesto a hablar con las chicas y a modificar la mala impresión que me produjo su modo de actuar, si me daban sus razones. Pero, para bien o para mal, ya habían levantado el campo. Así que quiero aprovechar la ocasión que me brinda El Tercer Puente para pedir a «Ve la Luz» que exponga con más claridad, si puede, sus verdaderas intenciones. Yo siempre he creído que las víctimas de cualquier tipo de violencia y sus familiares no deberían participar en política. Hay demasiada implicación emocional. Pero ya que están, que hagan un esfuerzo por explicarse. Porque toda acción es política y también lo es toda ambigüedad.

Cierto es que una maltratada puede ser votante de Podemos o del PP, pero el movimiento feminista solo puede ser de izquierdas. Y es una lucha muy importante para enturbiarla con resentidas palabras melifluas, videos que igual son un baño de sangre que una denuncia de la pederastia (palabra de moda en relación a Podemos).

Todo en un batiburrillo politizado, pero sin signo político.

Mientras esta aclaración no ocurra, yo seguiré respetando y compartiendo el dolor de las víctimas, pero también mostrando mis sospechas sobre «Ve la Luz». Y lo haré del único modo que sé, mezclando tragedia y humor. No en plan Aznar, ese señor que, me temo, les cae mejor que el Coletas. Si él es capaz de lamentar los atentados de Londres y felicitar la victoria del Real Madrid en una misma frase, es porque carece de compasión y de la mínima empatía hacía nada ni nadie. Y yo creo hacerlo justo por lo contrario.

Así que a partir de ahora «Ve la Luz» me encontrará enfrente, con todo mi enojo. Ya no tengo la energía de esas adolescentes/mujeres que ellos manipulan sin avergonzarse, pero estaré ahí, firme, como la enana de Poltergeist. En pie sobre la urbanización que profana el cementerio indio, y al grito de: «!Caroline, no vayas hacia esa luz.

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MartinarizaiFotografía: Jesús Massó

Cuando eres niño, un día te estás merendando los mocos, y al siguiente viene un ratoncito a dejarte caramelos bajo la almohada. Todo entra dentro de lo normal. Pero no estás preparado para despertar y ver llegar un dinosaurio.

Todo ocurrió allá por la segunda mitad de la década de los sesenta. Yo estaba en casa, con mi madre y mi hermana pequeña, que era un bebé. El resto de mis hermanos estaban en ese colegio al que yo no iba por no haber cumplido aún los cinco años. Recuerdo también a dos técnicos que faenaban por la casa. Uno usaba las herramientas de su maletín, el otro tiraba cables por los rincones de la sala. Y unas horas más tarde, zas, aquella caja de madera se encendió ante mis deslumbrados ojos. Ni que decir tiene que caí de rodillas ante el televisor, y que a partir de ese instante mantuve con  él la misma relación que Cicciolina con el porno. Me lo tragaba todo.  TVE era la única cadena que emitía entonces. Una señal débil, con muchas interferencias, y en blanco y negro. Por suerte, no todo era toros, fútbol y telediarios franquistas en aquella parrilla. Estaban también esas series americanas tan molonas: Bonanza, Embrujada… Y Perdidos en el Espacio, que era mi favorita. 

Yo era un niño muy fantasioso y  bastante lelo, lo reconozco. Y a esa edad era casi incapaz de diferenciar entre vigilia y sueño. Así que la llegada de aquel objeto de entretenimiento solo consiguió desdibujar aún más los límites de mi desnortada percepción. Empecé por asumir como real casi todo lo que sucedía en la pantalla. Me desconcertaba sobremanera que a un actor le cambiara la voz de una película a otra, pues desconocía qué era el doblaje. Y algo que me sacaba de quicio era que los actores de un musical se pusieran a cantar y no entenderlos. Yo ignoraba la existencia del inglés, así como la del resto de lenguas habladas en el mundo. Era tan zoquete que creí durante años que en Estados Unidos hablaban castellano con acento mejicano.

Después he trabajado algunos años en televisión, motivo entre otros por el que cuento con una visión mucho más sensata del medio. Aunque mantengo casi intacta aquella debilidad infantil mía por esas fracturas ilógicas que a veces ocurren en la ficción. Les cuento algunas.

Dentro de lo que es la producción de una serie de TV, suelen surgir numerosos contratiempos; como el que un actor se canse de su papel y no quiera seguir interpretándolo, o que le salga otro trabajo que le interese más, o que pida una subida de sueldo que la productora no acepta, o que se enferme, o incluso que muera. El abanico de posibles soluciones a este problema es competencia directa del equipo de guionistas. Aunque, a vista de la falta de imaginación que muestran las más de las veces, no parece que sea un trabajo ante el que se sientan muy cómodos.  Si existe la posibilidad de que el actor pueda reincorporarse al trabajo en un futuro, lo lógico será dejar la puerta abierta. Se manda a su personaje a vivir a otra ciudad, y punto pelota. Pero si queda claro que el actor no volverá bajo ningún concepto, se puede matar al personaje. Eso siempre que no se trate de un tipo de comedia donde el concepto de la muerte no tenga cabida.

Esto llevó a los guionistas de la serie Happy Days a inventarse el denominado síndrome de Chuck Cunningham, nombre del mayor de los tres hijos del matrimonio protagonista. Chuck dejó de aparecer en la serie bajo el pretexto de que se iba a la universidad, pero lo cierto es que ya nadie volvió a verle el pelo. Incluso el matrimonio Cunningham pasó a decir que solo tenían dos hijos a partir de entonces. 

También puede ocurrir que el personaje en cuestión se considere esencial dentro de la trama, y no se quiera prescindir de él. En este caso se hace uso del denominado síndrome de Darrin. Es decir, se cambia a un actor por otro como si nada pasara. Esto ocurrió por primera vez en Embrujada, cuando Dick York, aquejado de problemas de salud, fue sustituido por su tocayo Dick Sargent. Al menos, la productora se tomó la molestia de buscar un cierto parecido físico entre original y sustituto. Pero, aunque era evidente que no se trataba del mismo Stephen Darrin, su pizpireta esposa no pareció percatarse del cambiazo. 

Aunque, de todos, mi recurso favorito dentro de esta categoría, por desaforadamente dramático, es hacer sufrir al personaje un aparatoso accidente que le desfigura el rostro por completo. En la siguiente temporada, su cara ya habrá sido reconstruida, gracias a la cirugía. De este modo nos colarán al actor que a la productora le dé la gana. Cierto es que en los años sesenta no estábamos tan familiarizados con las operaciones de estética. Aún no se había puesto de moda jugar a Mister Potato con nuestra fisonomía.  

Pero, si hay un caso histórico de eficacia al bregar con actores furibundos es Falcon Crest. Hablamos del equivalente a la capilla Sixtina del arte de la sustitución interpretativa. La serie era muy popular en los ochenta, y contaba con un nutrido grupo de actores borrachos de éxito. Sus continuas desavenencias convertían platós y camerinos  en un infierno. Y a medida que avanzaban las horas de grabación, la pésima relación del reparto hacía peligrar la continuidad de la serie. Así que la mejor solución era improvisar un final catastrófico como colofón a la temporada.

Por un lado, se abría un amplísimo escenario de cara al siguiente arranque y, además, el parón permitía a la productora renegociar la continuidad de cada actor. Se daba por sentado un determinado  número de bajas, aunque estas eran imposibles de prever. Finalizar con un clímax así justificaba la desaparición de media plantilla de actores, si terminaba por ser necesario. Una temporada concluyó con un fatal terremoto. Y creo recordar que la siguiente terminaba con todo el reparto embarcando en un avión. Ahora ya no recuerdo con qué pretexto les reunieron a bordo. Pero allí estaban todos, ante su inminente destino. Ni que decir tiene que el avión se caía.

A mí me sigue gustando frivolizar con los valores más serios de nuestra cultura. No para trivializarlos, sino para encontrarles un enfoque novedoso que nos vuelva a hacer pensar. Por eso veo en ese último avión de Falcon Crest una revisión pop del mito de la caverna de Platón, o un perfecto paradigma de nuestra existencia. Ese metafórico vuelo al que estamos obligados a subir. Ese espacio cerrado que compartimos con un montón de actores en riña. Esa accidentada representación a la que nos sumamos llenos de preguntas.

¿Seremos quizás el personaje que desaparece sin explicaciones y al que nadie echará en falta? ¿Volveremos con el rostro tuneado por algún cirujano de tercera? ¿Seremos elegidos o le tocará a otro tonto cargar con nuestro aburrido personaje? Y mientras tanto, el avión no deja de perder altura (Continuará).