A la Ilustración le debemos, además de la guillotina –que fue casi su único acierto- dos de los grandes errores de la humanidad. Ellos, los ilustrados, no lo sabían pero con su afán de poner puertas al campo, nos encorsetaron hasta tal punto que casi tres siglos después seguimos sin poder salir de los cajones en los que nos encerraron. Tú aquí, tú allí, tú cerca y tú lejos. La obsesión por el orden y el control les llevó a intentar clasificarlo absolutamente todo, y a ser posible, todo emparejado hombre/mujer, blanco/negro, niño/anciano, bueno/malo. Lo llamaron enciclopedismo, pero lo podrían haber llamado obsesión; una obsesión que dejaba fuera de los límites del mundo lo que no cabía en los mapas previamente trazados. Y de esta manera, en los márgenes se fueron inscribiendo los diferentes, los subversivos, los únicos, los desiguales y todos los que no cabían en los compartimentos estancos del poder establecido.
Así, y no de otro modo, surgieron los museos. Para que no dejar margen alguno a la improvisación. Gabinetes que mostraban el mundo, tal y como debía ser el mundo. Inmensos abarrotes de tiestos previamente clasificados. Aquí la historia natural con todas las especies como un infinito arca de Noé; aquí el mundo antiguo con todas sus expresiones desgajadas, desvencijadas, fuera de contexto; aquí la botánica con especies de este lado y del otro del orbe conocido; aquí la pintura, aquí la escultura. Almacenes perfectamente compartimentados donde lo de menos eran los objetos, y lo demás era el ansia por demostrar que todo éramos capaces de controlarlo.
El concepto museístico como depósito fue –aún sigue siendo- el único aceptado por el mundo académico. La pedagogía del amontonamiento, de la saturación llevada a su máximo exponente se hizo carne en los grandes museos ilustrados, el Louvre, el British, el Prado, el Natural History Museum… lugares que, a día de hoy, nos parecerían los trasteros de la historia, si no fuese porque les seguimos confiriendo una autoridad y los seguimos considerando modelos culturales, sobre todo en estas latitudes nuestras donde todo llega con retraso.
Y así, parece que lo que no tenga “museo”, no existe. De hecho, seguimos fiando la prosperidad de las ciudades a la existencia o no de una colección de algo. Ingenuamente pensamos que el desarrollo de lugares como Bilbao o Málaga –no sé por qué siempre salen a relucir- se debe en parte a determinada presencia museística en la que se conjura el progreso, la actividad económica, incluso la industria. La evocación del “museo” se convierte en el bálsamo de Fierabrás, siempre a punto para curar cualquier herida.
Surgen de este modo los proyectos museísticos como los champiñones después de la lluvia; con el mismo descontrol. Museo del carnaval, museo del flamenco, museo del títere, museo cofrade, museo de lo que sea pero que se llame museo. Aquí somos especialistas, ya lo sabe. Y lo último, pero no por ello menos disparatado, es un museo de arte contemporáneo, que según dicen, atraerá gentes de todas partes del mundo, como el asombro de Damasco.
Un error. Porque, por si aún no nos habíamos enterado, el mundo de los museos hace mucho que se enfrentó con sus abuelos ilustrados. Y ahora ya, afortunadamente, no cuentan tanto los fondos como las formas.
Pero no se lo diga a nadie. Los herederos de aquellos que se establecieron en los márgenes sabemos que es un error. Que mientras no exista un proyecto en condiciones, adecuado a las nuevas políticas culturales y con un relato expositivo actual, todo seguirá siendo el escaparate de Durán, que por cierto, tenía mejores estrellas y conchas marinas que las que siguen exhibiéndose en Londres, aunque no se llamara “museo”.
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Llevaba tiempo apoyando la teoría de que el próximo presidente de este país tendría un nombre catalán. Con la victoria de Pablo Casado en las primarias del PP, mi teoría se derrumba y esto que les cuento son sus escombros.
El PP se desintegraba mientras Ciudadanos se acercaba peligrosamente a la Moncloa. Los de Rivera iban dando pasos hacia el gobierno impulsados por la inercia de su defensa de la unidad nacional durante el conflicto catalán y su postura firme (e hipócrita, como buenos españoles que son) frente a los casos más sonados de corrupción. En medio de ese proceso, y de forma inesperada, llegó Pedro Sánchez; el “Kennedy español”, el “Obama blanco” que bien podría haber acabado su carrera política como hicieron ellos. Me hubiera dado lo mismo que se fuera a Hawái a hacer esquí acuático o que recogieran los restos de su cerebro de la tapicería de un coche (conste en acta, señor juez, que este que escribe no le desea ni lo uno, ni lo otro). Pero no. Pedro ‘ave fénix’ Sánchez volvió, resurgiendo de sus cenizas, para derrocar a Mariano e instaurar su escaparate electoral.
En el momento en el que Albert se había ganado a los Españoles (con mayúscula, esos de bandera en balcón) con su posicionamiento en el ala derecha -por si todavía alguien dudaba- del espectro político, llega el señor Sánchez y destroza la estrategia de Ciudadanos con un solo movimiento. Les obliga a retratarse, delante de toda la nación, dándole dos opciones: apostar por una apertura democrática y dialogar con el PSOE, la izquierda y los partidos nacionalistas o apoyar la permanencia de una banda de mafiosos en el gobierno. Su decisión no sorprendió a nadie. Una vez señalados de esa manera, a Ciudadanos solo le quedaba la opción de seguir siendo una rémora y chupar todo el flujo de votantes que huían despavoridos del desastre del PP y que son muy Españoles –y mucho Españoles- para votar a un partido que huela mínimamente a izquierda.
La cosa volvió a torcerse y llegó el anuncio de la marcha de Mariano regresando a Santa Pola (a rascarse la popola unos días; Rajoy hace años que no ve una hoja de Excel) provocando la convocatoria de primarias -por primera vez- en la historia de los populares. Pablo Casado, al salir vencedor y dejar a Cospedal y Soraya bastante tocadas, se encuentra ahora una autopista por delante para acelerar en su viraje hacia la derecha más reaccionaria. El nuevo líder del PP defiende el respeto de las normas; las mismas normas que se ha saltado su partido durante décadas para esquilmar las arcas públicas. Cuando alguien como Casado hace referencia a las normas, sus palabras vienen acompañadas de tufo a arcilla, de melodía litúrgica; como si hiciera referencia a mandamientos que alguien grabó hace siglos en una tablilla que no puede ser mancillada.
Casado se presenta con un discurso de menosprecio al oponente, carente de iniciativa de diálogo y con la intención de llegar a la mayoría absoluta para volver a aplastar la legislación española con su apisonadora de decretos. Esa es la nueva cara que liderará la regeneración del Partido Popular, como si tal cosa fuese posible. Una cara joven que se reconoce orgullosa de Fraga, Aznar y Rajoy y que, acto seguido, se atreve a citar a Unamuno. Una cara joven maquillada con la vejez de los ideales moribundos de una sociedad corrupta hasta su raíz por la moral cristiana y de una clase aburguesada hipócrita y egoísta que no sufrió una dictadura sino que vivió de ella como élite en una España de incultura e ignorancia.
De esa “élite” proviene Pablo Casado, quien propone un Partido Popular apoyado en dos pilares básicos: la defensa de la libertad individual y la libertad económica. La primera es una afirmación bastante hipócrita y la segunda es lo idóneo para continuar con esta dinámica de crisis económicas concatenadas. Dice representar un Partido Popular que aboga por la defensa de la familia y de la vida, enfrentándose al aborto, la eutanasia y la ideología de género. Nada de esto puede ir de la mano con defender las libertades individuales, señor Casado. Representa usted a menos gente de la que cree -y a más de la que a mí me gustaría. Hasta Rajoy se ha visto obligado a estar más cerca de Génova para que Aznar no vuelva a pasearse en babuchas por allí.
Pablo es el Albert Rivera 2.0 (Aznar 3.0) de la política española y estoy seguro de que ambos van a entenderse bien. ¿Cómo afectará esto a la izquierda, que en estos instantes se encuentra con una situación caótica?. De momento solo puedo pensar en la cara de Albert, que creía ver vía libre hacia la presidencia y a quien tras los resultados de las primarias del PP, se la ha quedado cara de ‘primo’. “El primo de Rivera”. No le viene nada mal.
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La familia de José Utrera Molina ha demandado a Teresa Rodríguez por atribuirle, en un tuit, responsabilidad en la condena y ejecución del anarquista Salvador Puig Antich en 1974.
Ruiz Gallardón está casado con una hija de Utrera, padre de otros siete hijos. Así que Gallardón y los siete cuñados acusan a Teresa de perjudicar la imagen, el honor y el buen nombre de su padre. Mi sorpresa es que Gallardón y los siete tratan de eximir de responsabilidad a Utrera diciendo que sólo era ministro en esos momentos. Sólo. Yo pensaba que dirían que sólo fue recogepelotas en el IX Trofeo Carranza o algo así, pero no: Utrera ‘sólo’ era ministro franquista. Y así lo enterraron el año pasado en una tumba muy digna -no en una cuneta- a los sones del Cara al Sol.
La postransición es lo que tiene, que comienza a tener un regustillo a nostalgia azucarada del franquismo. Es como el franquismo puesto a escurrir para que suelte toda la sangre y la crueldad, y después puesto al baño maría. Lo que sale es un franquismo al estilo de ‘Cuéntame’, una versión sin nicotina ni cafeína, un franquismo edulcorado en el que la represión fue apenas una incomodidad histórica, y la falta de libertades, algo simplemente molesto.
El papel couché en el que está escrita la Transición ha ido depurando esta versión de las ‘incomodidades’ y otras ‘molestias’, hasta convertir la amnesia en virtud.
En fin, que uno se pasa media vida pensando que el franquismo no se acabaría nunca, y ahora llevo la otra media temiendo que vuelva.
Y no sólo por ver a esos franquistas haciendo payasadas franquistas en el Valle de los Caídos: legionarios mellados, tipos crepusculares con capas transilvánicas, jóvenes caducados y abuelitas preconciliares, todos con la bandera del pollo y rodeando a Luis Alfonso de Borbón, el más depurado producto de la fecundación cruzada entre Franco y los borbones.
Pero sobre todo por oír a Pablo Casado decir que hay que salir del monotema de: “a quién hay que desenterrar, la guerra del abuelo y la fosa de no sé quien”. Este monotema le parece a Casado la mayor de las desgracias patrias. Y añade que eso es una antigualla. Ya ves, igual no le parecen antiguallas las cosas beatas y eclesiales que tienen 2.000 años. Eso sí que es un monotema. Y homenajear al Dictador ¿no es antiguo? A ver si cantar ‘El novio de muerte’ ahora es moderniqui.
Aunque tal vez Pablo Casado se ha equivocado y quería decir ‘monotrema’, ese grupo de animales como el ornitorrinco que posee pico y pone huevos y sin embargo, aunque él lo ignore, es un mamífero. Así Casado lo mismo es un monotrema: vota en las primarias y vive en el Siglo XXI pero, aunque él lo ignore, es un retrógrado de lo más rancio, que va a adelantar a Vox por la derecha.
Además ¿por qué se enfada tanto con el asunto de la memoria histórica? No sé, es como si tuviera que ver con aquello.
Por cierto, hace mucho que no sabemos nada de Venezuela. Una lástima, eso sí que era un monotema.
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El exterminio de pueblos es una cuestión intemporal entre personas. No es cosa del siglo XV ni del XVI, es cosa de siempre y de ahora. Es cosa del siglo XXI.
En febrero de 2009, después de la conocida como «Operación plomo fundido», lanzada por Israel, sin previo aviso, sobre Gaza, estuve en Palestina visitando aquel desastre en una brigada de solidaridad organizada por la «Federación Mundial de la Juventud Democrática». Aquel viaje fue para mí revelador de muchas cuestiones, por muchísimas razones. Conocer de primera mano la situación de personas condenadas al exterminio, aparte de hacer que se te revuelvan las tripas y que contraigas cierto odio al ser humano en general y hacia algunos humanos en particular, hace salir también de nuestra burbuja de «malbienestar».
Nos fue imposible entrar en Gaza por las medidas de “seguridad” (ay, el lenguaje) que instauró el gobierno israelí, pero a cada paso que dábamos por Cisjordania, las imágenes se iban haciendo más duras. Me resultaba aterrador, tremendamente desolador, horrible, pasear por las calles de Ramallah, Hebrón, Belén o Tulkarem viendo restos de metralla en las paredes, viendo casas palestinas partidas por la mitad porque “por ahí tenía que pasar el muro”, observando cómo los soldados israelíes nos miraban con asco cuando les dábamos las gracias en árabe, cómo nos apartaban a empujones porque íbamos acompañados por palestinos, teniendo que pasar infinitos puestos de control para poder viajar de una ciudad a otra, paseando por barrios-campos de concentración plagados de personas totalmente abandonadas por otras. Fue un viaje doloroso, de contraer la certeza real de que la humanidad puede llegar a ser una gran porquería.
Y hubo, por encima de todos los horrores que vi y escuché, un horror, que me pareció el peor de todos, una verdad de cruel (des)consuelo. Tuvimos la oportunidad de visitar uno de los departamentos de la Universidad en Ramallah y allí, una de las profesoras nos explicó que se dedicaban al estudio y a la comprensión de un mecanismo psicológico que desarrollamos las personas ante el desastre. Sucede, que, tras años de represiones, los seres humanos somos tendentes a aceptar y asimilar como normales cualesquieras terrores que se nos apliquen. Y más, si estos se transmiten y asumen de generación en generación, como pasa en Palestina. Este perverso mecanismo psicológico de adaptación y asimilación del desastre sucede como reacción al desastre mismo y como forma de soportar una existencia denigrante. Desde entonces, me pregunto en muchas ocasiones cómo medir, hasta dónde hay que soportar, o hasta dónde podemos y/o debemos hacerlo. Me pregunto si es preferible aceptar una situación injusta como normal o es preferible caer en la locura de su no posible resolución. Me pregunto si es mejor dejarse manipular o es mejor vivir en una frustración eterna. Me pregunto si es mejor normalizar y asumir una injusticia que no va a ser resuelta por los que pueden arreglarla o es preferible una agonía vital en nuestra breve eternidad. Me pregunto, en muchas ocasiones, hasta dónde es lógico o natural o sano el aguante.
Yo elegí ir a Palestina después de aquellos bombardeos. Escogí ver el dolor y traérmelo por siempre a mi “malbienvivir” de occidente. Y volvería a hacerlo. Yo sé que Palestina está lejos de Cádiz. Sé que no es fácil practicar solidaridad a tantos kilómetros y que no podemos desde aquí cargar con ese peso que intentan esquivar sus sufridores y sufridoras. Pero he querido escribir sobre aquel viaje a Palestina y su desastre porque, mientras ese pueblo intenta respirar en una situación insostenible, creo que desde aquí debemos seguir explicando todo como un horror y un error en contra de la vida. Nosotras también tenemos nuestros dolores de sociedad y también los esquivamos por miedo o por soportar esta existencia. Supongo que es legítimo ese pensamiento, ya digo que no lo tengo claro. Creo que hay exterminios y miedos lejanos que, mientras resuelvo mis preguntas, me niego a normalizar y me reiteraré en ellos aunque me piensen loca o aunque, por no quitarme estos pesos de solidaridad y ternura, llegue a estarlo realmente.
Y por todo eso de arriba, me alegro enormemente de la decisión que han tomado los jugadores de la selección Argentina. Porque cualquier reconocimiento a un gobierno genocida es normalizar ese genocidio y esa normalización sólo se la debemos permitir, por descanso para soportar el día a día, al pueblo palestino. A las personas que recuerdan frecuentemente que el deporte no es política y que hay cosas que es mejor no mezclar, les diría que eso vayan a contárselo a los negros y negras de Soweto, que, por cierto, acompañan las “Habaneras de Cádiz” con unas palmas exquisitas. Pero esto ya es otra historia de mis internacionalismos que, por ahora, me guardo.
Ojalá alguna vez se nos acaben las represiones y el odio.
Ojalá Palestina y su gente puedan llegar alguna vez a ser libres.
Ojalá algún día no sea necesario esquivar el terror y el dolor como normalidad para seguir soportando unas vidas de mierda.
Viva Palestina libre.
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Mientras veía el documental “Los mejores saques de banda del Mundial”, que echaban entre partido y partido, le daba vueltas a la idea de que sin patriotismo el fútbol pierde mucho. Los goles son el condimento ideal para tragar banderas.
Algo que viene amplificado por el fanatismo con que se emplea, en general, el periodismo deportivo en uno de los más groseros ejercicios de propaganda, enajenación y fomento del consumismo.
El fútbol o el water polo sobre patines se presenta como un asunto de interés nacional y se hace un esfuerzo en poner en juego el orgullo de toda una nación: “Lo bien que lo están haciendo los nuestros” o “Nuestros representantes superan la eliminatoria”. Nuestros representantes pueden conformar, en el mejor de los casos, una confusa panda de mercenarios que tributan en otros países por sus ganancias millonarias…
Pero no importa, el patriotismo es ciego: en el primer siglo de nuestra era, Plutarco ya se burlaba de los que defendían que la luna de Atenas era mejor que la de Corinto. No aprendimos nada, pues en el siglo XVII, Milton notó que Dios tenía la costumbre de revelarse primero a los ingleses.
Llegados a hoy, tampoco: el patriotismo deportivo, además de ciego, se ha vuelto estúpido. No hay más que oír el tono gritón de esos comentaristas que retransmiten como si los oyentes fueran sordos. Y es que la retransmisión deportiva se narra como una epopeya con un trasfondo, donde el buen nombre de la patria está en juego. Veamos, si el atleta español va el último, se dice que “está luchando por el séptimo puesto”. Si fatalmente resulta eliminado, se justifica con que “ha batido su marca personal”, y si ni siquiera eso, se recurre al “buen papel de nuestro representante”.
Los deportistas españoles son españoles y mucho españoles, aunque hayan nacido en Cuba, tengan inequívocos rasgos asiáticos o se llamen Johann, que ya le pondremos “Juanito”. Ahora bien, se resalta que los otros países recurren a fichajes con los que se sugiere que pueden obtener ventaja. Así es posible escuchar: “El congoleño Andakenó que corre bajo pabellón holandés…”.
Por cierto, la nacionalidad de los árbitros desempeña un importante papel en el universo del patriotismo deportivo: “Como era de esperar, el colegiado holandés no ha visto la clarísima falta que han hecho al jugador español”. Así nunca cae en el olvido el viejo recurso de que existen naciones que le tienen una tirria ancestral a nuestro país, y los árbitros se aprovechan de eso para pitar inexistentes penaltis y perjudicar a España…
Pero, al fin y al cabo, es lo que el espectador espera y lo que en definitiva da audiencias, bien sea tenis, automovilismo o fútbol. Ya que los espectadores no podemos participar, ni siquiera influir, lo que nos queda es identificarnos con unos colores bajo la bandera del patriotismo.
Y para esa identificación, el lenguaje utilizado en absoluto es inocente. Es la metáfora bélica como sublimación de una guerra en pantalón corto, para defender “el prestigio de nuestro país”: posición de tiro, abrir brecha, zona de peligro, disparo, pólvora mojada, contienda, cañonazo, fusilar al portero, se ataca, se contraataca… El lenguaje bélico es el vehículo perfecto del patriotismo en la crónica futbolera. Grandilocuente, a menudo irrespetuoso con el adversario y en ocasiones sexista.
Es muy extraño encontrar rasgos de modestia y sencillez en el universo fútbol. Así, es una rareza el himno del Cádiz C.F. que dice: “El Cádiz llegará a ser campeón”. Llegará, sólo llegará, apenas se ve próximo, pero algún día tal vez… No ofende y es realista.
Y voy a terminar, porque ahora ponen otro partido y después un documental que parece interesante: “Jueces de línea legendarios”.
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La Consejería de Fomento y Vivienda, a través del Consorcio de Transporte de la Bahía de Cádiz, está elaborando el Plan de Transporte Metropolitano de la Bahía de Cádiz, un instrumento que deberá coordinar las actuaciones en infraestructuras y servicios de transporte en la Bahía de Cádiz con el fin de dirigir la movilidad del ámbito hacia la movilidad sostenible. La escasa información presentada hasta el momento sobre el futuro Plan permite sin embargo hacer algunas consideraciones sobre el enfoque estratégico de aquel.
La sostenibilidad del sistema de transporte y la movilidad de la Bahía de Cádiz no es un objetivo declarado del Plan
Favorecer la movilidad sostenible no implica necesariamente que se avance hacia la sostenibilidad del transporte y la movilidad. Prueba de ello es la situación de la movilidad en la Bahía de Cádiz hace 20 años y actualmente, reflejada en los resultados de las encuestas de movilidad realizadas en 1992 y 2014, que constituyen, respectivamente, la información base de los planes de transporte metropolitano elaborados en los 90 y en la actualidad.
La tasa de movilidad ha crecido de forma muy significativa, de 2,07 a 3,29 viajes/persona·día, casi un 60% de incremento. Y, aunque la variación en el reparto entre viajes motorizados y no motorizados ha sido leve en favor de los primeros, la cuota de participación del transporte público entre los viajes motorizados ha descendido de forma muy notable, en 9 puntos porcentuales, pasando de un 22 a un 13%.
Es decir, aunque en los 22 años que separan ambos estudios de movilidad, el transporte colectivo ha experimentado mejoras, en líneas, frecuencias, organización del sistema…, su participación en la movilidad ha empeorado notablemente. Incluso, aunque haya habido algún aumento de viajeros en transporte público, el considerable incremento de la movilidad ha sido absorbido fundamentalmente por el vehículo privado. El transporte público hoy, como hace 20 años, sigue dando respuesta a una demanda fundamentalmente cautiva. En consecuencia, el sistema de transporte y movilidad es más insostenible que hace 22 años y, con toda seguridad, todos los indicadores ambientales (consumo energético, emisiones de GEI, contaminantes atmosféricos, etc.) lo pondrán de manifiesto.
El definitiva, la planificación de transporte en la Bahía de Cádiz realizada a mediados de la década de 1990 no sirvió para nada de lo que se proponía y ninguno de los escenarios posibles de reparto modal vehículo privado/transporte público que planteaba la planificación (objetivo 50/50, intermedio 65/35 o tendencial 80/20), ni siquiera el más desfavorable, se han cumplido. La realidad es mucho peor: 87/13.
Como veremos, el planteamiento de adaptación a la demanda nos lleva lamentablemente a un escenario similar en el horizonte del plan actualmente en elaboración: a pesar de que este contemple un conjunto de mejoras en el transporte colectivo o los modos no motorizados, al no tratar de intervenir globalmente sobre la movilidad y en concreto con medidas dirigidas a dificultar o impedir la movilidad en vehículo privado, sino al contrario asumiendo el crecimiento de infraestructuras viarias, el incremento de movilidad llevará a un aumento tanto en términos absolutos como relativos de la movilidad en vehículo privado.
El plan asume la movilidad presente y futura como algo inevitable, sin tratar de incidir sobre ella
Esto, aunque sea habitual en la planificación de transporte y movilidad, no deja de ser una incongruencia con el propio concepto de planificación, adaptarse a la demanda no es planificar, es seguir la inercia de las cosas. Si el punto al que pretendemos llegar es justo al que llegaremos siguiendo la dirección hacia la que avanza el sistema sin necesidad de intervención, ¿para qué planificar?
Este planteamiento de asunción de la demanda no incorpora, sin embargo, uno de los actuales paradigmas de las políticas de movilidad, que apunta precisamente a incidir en el volumen global de esta (en número y longitud de los desplazamientos), para estabilizarla y reducirla, y no solo en tratar de invertir el reparto entre modos de la misma, que, como se demuestra en el caso de la Bahía de Cádiz, resulta con frecuencia infructuoso. Se trata de un planteamiento equivalente al energético (se trata de controlar y reducir la demanda energética no solo sustituir las fuentes por renovables) o en general al de los recursos (reducir el consumo y no solo procurar que los residuos sean reciclables). Detrás de todo lo cual, tanto en lo referente a movilidad, como a energía o al consumo de recursos, está el modelo de ciudad y el modelo de producción y consumo.
El plan solo contempla, por tanto, una gestión de la oferta de movilidad, para adaptarse a la demanda, y no concibe en ningún caso la gestión de esa demanda para tratar de frenarla y reducirla. Un plan de movilidad que pretenda transformar realmente la movilidad del ámbito debe plantearse qué desplazamientos quiere facilitar y cuáles no, y debe contemplar, de manera coordinada con la planificación territorial, urbanística y sectorial, la creación de proximidad como un objetivo. A través de un plan de movilidad se puede, por ejemplo, favorecer el comercio de proximidad frente a los grandes centros comerciales o el comercio electrónico. O se puede, mediante la peatonalización de los entornos escolares y los itinerarios escolares seguros, fomentar el cole de barrio, al que se acude a pie o en bici, y desincentivar el cole alejado, al que se acude fundamentalmente en coche.
La planificación de infraestructuras de transporte se encuentra desligada de la planificación de movilidad
La planificación de movilidad asume sin cuestionamiento las actuaciones previstas en la planificación de infraestructuras de transporte. Esto supone una mutilación de la potencialidad de la planificación de movilidad. La planificación de las infraestructuras de transporte debe ser una consecuencia de la planificación de movilidad, para el cumplimiento de los objetivos de esta, y no al contrario. El Plan de Infraestructuras para la Sostenibilidad del Transoporte en Andalucía, PISTA 2020, se ha elaborado previamente y sin tener en cuenta el diagnóstico que un plan de movilidad metropolitana como este puede aportar, ni en concordancia con sus objetivos.
En este sentido, es algo constatado que a través de la construcción o reducción de infraestructuras se incide directamente en la creación o reducción de la movilidad, especialmente en vehículo privado, es decir, a través de la política de infraestructuras se incide en la generación o evaporación de tráfico. Como demostró, ya a mediados de la década de 1990, un extenso y contundente informe del Departamento de Transporte del Reino Unido, la construcción de infraestructuras viarias no solo no es siempre la solución a los problemas de congestión del tráfico sino que el aumento de la capacidad viaria puede inducir tráfico, debido a su efecto llamada. En definitiva, los aumentos de la capacidad viaria son consecuencia pero también causa directa del incremento de desplazamientos en vehículo privado y la saturación de tráfico. Aquel informe y sucesivos estudios en la misma línea provocaron un cambio radical en las políticas de transporte en algunos países europeos, incluyéndose la evaluación de estos posibles efectos en la planificación de infraestructuras. Siendo fieles a nuestra brecha con Europa, esas conclusiones no parecen haber tenido influencia en las políticas españolas de transporte. Al contrario, entre mediados de los 1990 y el comienzo de la crisis, España vive el mayor boom de construcción de infraestructuras viarias de su historia. Y actualmente, ni el estatal Plan de Infraestructuras, Transporte y Vivienda 2012-2024 (PITVI) ni el PISTA 2020 consideran la posibilidad de evaluar la inducción de tráfico por las infraestructuras viarias.
Pero, no solo ocurre que aumentar la capacidad del viario induce tráfico sino que reducirla puede hacer que este se evapore. Otro amplio estudio encargado por el gobierno británico a finales de los 1990, basado en la evaluación de cien casos y en la opinión de 200 profesionales del transporte de todo el mundo, llegó a la conclusión de que la reducción o eliminación de viario, por ejemplo para la creación de plataformas reservadas de transporte colectivo o vías ciclistas o por su cierre temporal debido a obras, entre otras posibles causas, lejos de agravar los problemas de tráfico, como solía predecirse, provocaba en la inmensa mayoría de los casos una reducción significativa del mismo. La explicación es que la respuesta de la gente a los cambios en las condiciones de las carreteras es mucho más compleja de lo que tradicionalmente habían asumido los modelos de transporte.
La Bahía de Cádiz ha sido uno de los puntos calientes de la fiebre constructiva de infraestructuras viarias durante esas dos décadas. El puente de la Constitución de 1812, con un coste superior a los 500 millones de euros, ha sido la inversión de mayor envergadura, pero además durante esas dos décadas se ha duplicado toda la red de carreteras de primer y segundo orden del ámbito y se han construido otras nuevas, como las variantes de Puerto Real, El Puerto de Santa María y Jerez. Con ello, cualquier actuación en favor del transporte sostenible (transporte público y modos no motorizados) ha sido de sobra compensada, sobrepasada y arrollada. En esta política-apisonadora de infraestructuras viarias radica la causa de la paulatina pérdida de protagonismo del transporte público en la Bahía en las dos últimas décadas que antes hemos expuesto. El vehículo privado ha sido facilitado, incentivado y subvencionado a golpe de infraestructura, mientras las mejoras en modos sostenibles han experimentado, en el mejor de los casos, pequeñas mejoras, que, sin duda, han beneficiado a su demanda cautiva, pero no más. En estas condiciones, es lógico que el protagonismo del automóvil en la Bahía de Cádiz no haya parado de crecer.
Toda esa fiebre constructiva ha supuesto además una pérdida de oportunidad para crear paralelamente infraestructura para los modos no motorizados. Algo tan sencillo y asumible en coste añadido como adosar una vía ciclista y peatonal a cada actuación de desdoble o nueva infraestructura viaria hubiera supuesto la creación de un completa red ciclista interurbana que conectaría todas las poblaciones de la Bahía de Cádiz.
Pero la política decidida de ampliación de capacidad viaria en la Bahía no ha concluido. Hace escasas semanas se anunciaba la aprobación de la licitación, con un presupuesto de 80 millones de euros, de las obras de ampliación del nudo de Tres Caminos, con la intención de evitar unos pocos atascos que se producen de manera puntual en periodo estival. Una actuación que se decide acometer sin que haya entrado en operación la línea de tren-tranvía Chiclana-Cádiz, que debería absorber (o al menos ese es su propósito) parte de ese tráfico. Con ello se evidencia de nuevo la descoordinación entre administraciones, la falta de coherencia de las actuaciones en infraestructuras con los objetivos de movilidad y la capacidad de pulverizar estos de un plumazo a golpe de obra viaria.
En este contexto, no es presumible que un plan de transporte y movilidad que incorpora sin cuestionamiento las infraestructuras viarias existentes y previstas, sin considerar seriamente un objetivo operativo de reducción de capacidad viaria, y que asume el crecimiento de la demanda de movilidad como inevitable, vaya a tener capacidad, no ya de influir significativamente en el reparto modal en favor de los modos sostenibles, sino ni siquiera de frenar la tendencia de crecimiento del protagonismo del vehículo privado.
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