Tiempo de lectura ⏰ 2 minutitos de ná
Iguna
Imagen: Pedripol

Cuando pensamos en ciencia, la palabra nos sugiere investigación, observación, objetividad, experimentación. Y realmente el método científico ofrece los instrumentos para que conozcamos mejor el mundo. En ocasiones, sin embargo, los científicos tropiezan con sus propios prejuicios. En los orígenes del saber científico, por ejemplo, Aristóteles (que valoraba la observación, la recogida de datos y su clasificación) afirmó que, entre las cabras, los cerdos y los humanos, los individuos de sexo femenino tenían menos dientes que los de sexo masculino (y se casó dos veces).

Algo así les ocurrió a los primeros primatólogos cuando observaban y analizaban el comportamiento de los babuinos. Los primatólogos se encontraron en primer plano con las peleas y fanfarronadas de los machos. Y en el mundo de la Guerra Fría, elaboraron una narrativa según la cual la vida de los babuinos dependía de la organización jerárquica de sus machos. De acuerdo con esta representación, los babuinos macho eran animales tremendamente agresivos, que competían entre ellos por las hembras y se convertían en una tropa disciplinada, en un ejército bien entrenado, cuando había que defender al grupo.

Pero lo que la primatóloga Thelma Rowell vio en la sabana no se parecía en nada a esta imagen: los machos no eran ni tan agresivos ni tan buenos soldados, y tampoco las hembras esperaban simplemente a que llegara su príncipe azul. En caso de ataque, la estrategia era la de “sálvese quien pueda” y eran las relaciones entre las hembras, más bien, las que daban estructura al grupo. Se ocupaban de conseguir más comida para el clan y cultivaban las amistades que más les interesaban para el futuro de sus retoños.

Así, el modelo militar de los babuinos se fue desmoronando. Jean Altmann, Barbara Smuts y Shirley Strum desmontaron también otras creencias arraigadas, como la de que los machos dominantes tenían prioridad en el acceso a las hembras y, por tanto, más descendencia. Realmente, el más bravucón no era precisamente el que más ligaba. La discreción, por el  contrario, parecía ser una cualidad apreciada por las babuinas a la hora de elegir con quien aparearse. Descubrir este nuevo mundo babuino requería observar lo que estaba sucediendo en un segundo plano, más allá de las ruidosas reyertas de los machos. Para ello, Jean Altmann introdujo protocolos de observación sistemáticos que garantizaran que todos los miembros del grupo, y no solo los que llamaban más la atención, fueran observados.

Las transformaciones que las primatólogas introdujeron en los métodos y los marcos teóricos nos muestran que el punto de vista, la perspectiva, importa. Como mujeres, fueron capaces de identificar el sesgo que había estado condicionando observaciones y teorías previas, según el cual los machos de las especies son los individuos interesantes, y las hembras tienen simplemente un papel reproductivo. Al visibilizar a las hembras, iluminaron un enorme punto ciego en la primatología. Su perspectiva parcial desveló la parcialidad de la perspectiva dominante, y el resultado fue una ciencia más objetiva.

http://blogs.20minutos.es/ciencia-para-llevar-csic/2015/01/30/los-orgasmos-de-las-primates-y-los-prejuicios-de-la-ciencia/

http://diegoiguna.blogspot.com/2017/01/aristoteles-y-platon-y-los-dientes.html

Tiempo de lectura ⏰ 2 minutitos de ná
Rocio
Imagen: Pedripol

Va a estallar la burbuja de lo Cuqui.

La engañosa y melosa moda del: tú puedes con todo”, va a pegar un reventón que ríete tú de la burbuja inmobiliaria.

Va a estallar el obús y nos vamos a topar con hordas de Millenials llorando por las esquinas sin saber cómo gestionar toda esa frustración que llevan dentro porque han crecido pensando que sin toallitas húmedas uno no puede ir al baño porque se les puede escocer sus santas posaderas.

Y todo porque una taza de café con frase motivadora les dice todas las mañanas que hay que sonreír a la vida aunque no tengan ganas ni de untarse la zurrapa de lomo en la tostada.

La zurrapa de lomo sí que da energía por las mañanas y no las frases manidas de automotivación

Vivimos anestesiados y alelados por la pseudoenergía positiva que nos lanzan

a diario a través de las redes sociales. Parece que vivimos obligados a estar siempre perfectos, felices y preparados-listos-ya para lo que sea. Nos quieren hacer entender que somos capaces de todo, y que tú y que yo somos capaces de montar una cama nido del Ikea; y esto, señores, nos está superando .

Nos estamos viniendo arriba con las peroratas de salir de nuestra zona de confort y de no renunciar a nuestra maleta cargada de sueños.

Que yo sepa, La Pantoja tuvo un barco velero cargado de sueños que cruzó la Bahía y no estuvo dando la vara por Instagram.

Basta ya.

Tenemos que aprender a gestionar todo tipo de emociones, no sólo las positivas o al final, ya verás, como vamos a distanciarnos del ser humano y vamos a acercarnos peligrosamente al Teletubbie.

Estamos tan sobre estimulados de automotivación y positivismo forzado, que si viniera o viniese una guerra nos íbamos a tener que defender lanzando purpurina a los ojos del enemigo.

Basta ya.

Basta de frases motivadoras y de reflexiones positivas. Siéntete libre de tener un mal día. Nadie necesita arco iris para vivir, nadie es ni tan guapo, ni tan feliz como demuestran sus fotos en las redes sociales y nadie, ni mucho menos, desayuna paté de unicornio.

¿Para qué? habiendo zurrapa de lomo.

Tiempo de lectura ⏰ 4 minutitos de ná
Natalia
Fotografía: Jesús Massó

Ya nos va sonando la palabra patriarcado. Vamos sabiendo que, a lo largo de la historia de la humanidad, la mujer ha sido relegada a un segundo plano, al ámbito de la vida privada por conseguir el mantenimiento del poderío de los hombres en cualquier ejercicio de la vida pública. Esto pasaba y pasa (ay de nuestras evoluciones) en todas las esferas humanas. El trabajo, el gobierno y la organización de las sociedades, la ciencia y la investigación y por supuesto también en la música y las artes. Conocemos nombres de cientos de pintores, escultores, músicos, actores y cantantes, pero nos cuesta más decir diez nombres de mujer expertas en estos ámbitos. Yo voy a centrarme en el ámbito de lo musical para exponerles una opinión que me ronda desde que practico música y carnaval que es, prácticamente, toda mi vida.

La evolución de la música, en lo que a la incorporación de la mujer se refiere, se ha venido desarrollando, igual que en otros ámbitos, a velocidad lenta. Pero lenta de miles de años. Ocultamiento, el uso que se hace de nosotras en la historia, en definitiva, esos tejemanejes del patriarcado, han hecho que las mujeres no tuviéramos, en general, acceso a la educación musical o al aprendizaje autodidacta mismo. Y si en algún momento hubo algo de esto, fue en el ámbito privado con el ejercicio de la intérprete ante su familia. Este ocultamiento de la mujer ha desnaturalizado y ha coartado la creación y la interpretación enormemente desde mi punto de vista. Piensen si no. Ahora mismo disfrutamos de una obra musical mundial excelente que ha realizado casi exclusivamente una mitad de la humanidad, piensen lo que tendríamos, si la otra mitad hubiera también ejercido.

Sigo avanzando para llegar donde quiero. En el caso de los conjuntos corales y la música vocal en grupo, tenemos que se han practicado barbaridades. Para conseguir una armonía más rica en este tipo de conjuntos e incluso para conseguir tesituras de voz altas de solista, la humanidad decidió en un momento determinado que, antes de que una mujer cantara públicamente, era mejor castrar hombres. La naturaleza nos da diferencias exquisitas que pueden llegar a alcanzar una conjunción perfecta, pero decidimos en un momento dado cortar, pero cortar literalmente, por lo (in)sano antes que incorporar a las mujeres al canto.

Y sigo con el carnaval. En estos últimos años, la incorporación de la mujer en el mundo del carnaval indudablemente ha avanzado muchísimo. Pero a mi a veces me da la impresión de que nos incorporamos al mundo adoptando y adaptando malas costumbres de nuestros compañeros. Voy a entrar en terreno farragoso, aviso, pero hay que mancharse y mojarse para que todo siga y pasen cosas. Me explico. Como digo, es indudable que las mujeres, poco a poco, vamos adentrándonos en el mundo del carnaval y vamos haciéndonos un hueco. Pero sigo sin comprender por qué, a excepción de en algunos coros y otras pocas agrupaciones, como  grupos familiares, o alguna mujer así salteada en grupos masculinos, pocos, aún se defiende con rotundidad que los grupos tienen que ser o de voces masculinas o de voces femeninas sin mezcla posible. Creo que eso es un enorme error. Como apuntaba antes, de forma natural, las mujeres y los hombres poseemos cualidades vocales distintas que complementadas suenan armónicamente maravillosas. No comprendo por qué hay que buscar entre tres contraltos hombres enormemente prestigiosos para que una comparsa tenga más caché si hay posibilidad de que unas pocas más de mujeres hagan una octavilla perfecta porque somos así por naturaleza. Nos empeñamos, señores y señoras, en que los grupos mixtos se llamen así porque llevan orquesta masculina (con una excepción honrosa en el carnaval oficial y otras pocas más en el callejero) cuando hay mujeres guitarristas o bombistas o caja que podrían tocar
(o aprender porque todo se aprende) mientras hombres cantan. Pero no hay grupos mixtos de verdad pensados y organizados vocalmente de la forma que debiera ser la más lógica y natural posible. En definitiva, tengo la sensación de que hemos apostado por la segregación en el carnaval y creo que eso coarta muy mucho la creación y las posibilidades en este ámbito en cuanto a la interpretación y la creación. Nos echamos las manos a la cabeza cuando escuchamos que en los coles o en la vida se separa por razón de raza o sexo. Pero no nos espantamos de ello cuando pasa en carnavales. El carnaval ahora mismo, me parece que es como colegios de curas que son para niños y de monjas que son para niñas y donde cada cual crea su obra sin considerar a la otra parte. Como en las películas yankis cuando hay campamentos para niños y otros para niñas y se juntan en el baile final, aunque no han bailado juntos nunca antes y cada cual baila por su lado.

Las mujeres hemos tenido que montarnos nuestros propios grupos porque no se nos incorporó a los que ya había. No nos ha quedado más remedio para aprender y ejercitarnos. Creo que la verdadera evolución tendría que pasar por la conjunción definitiva; hombres y mujeres en un mismo grupo con segunda masculina, porque los hombres tienen voz natural de bajo o barítono, tenor de hombre o mujer, porque la tesitura media se puede alcanzar por cualquiera generalmente y octavillas mujeres ya que, naturalmente, nuestra voz es más aguda.

La cuestión es intentarlo. Créanme, no ahorraríamos muchas estridencias. Seguro que el experimento sería maravilloso, seguro que el resultado sería considerarnos verdaderamente iguales también por carnavales.

Tiempo de lectura ⏰ 4 minutitos de ná

JosegarciaLo he probado. La tan anunciada aldea global se había convertido en un territorio cercado. Y Facebook decidió cancelarnos la voz. Imponernos una suerte de clausura sobre el cuerpo. Acepté, pues, el envite de los delatores, denunciantes, guardianes de la moral de todo pelo, para pasarme durante un trimestre al movimiento por la desconexión.

Es más o menos el tiempo transcurrido desde que la empresa propiedad de Mark Zuckerberg decidió suspender la página de Cuerpos Periféricos en Red, un proyecto editorial alternativo que emanaba directamente de la cultura de los fanzines y queerzines de la década noventa, en un periodo de la historia del activismo social en nuestro país anterior a la eclosión de la Web 2.0, pero que trataba de adaptarse a las posibilidades de la nueva revolución tecnológica. Nos dejamos seducir por el concepto de la hiperconectividad. Qué digo concepto. La hiperconectividad se convirtió en poco más o menos que un apotegma. Nos entusiasmamos con el celebrado regreso al estado tribal de la comunicación. Hasta que la tribu empezó a dotarse a sí misma de regulaciones, prescripciones, criterios de uso, tipos penales que modularan aquellos periodos de guerra y paz desatados en los albores del siglo XXI en las lindes de la aldea global, como había vaticinado ya Marshall McLuhan a finales de la pasada década de los sesenta.

Facebook adujo que nuestras publicaciones tenían contenido pornográfico. Los anónimos denunciantes de nuestra página pudieron tal vez ampararse en el fondo del blog que servía de principal (aunque no única) herramienta al proyecto editorial: unas tiras de imágenes que repetían una fotografía de los artistas visuales argentinos posporno María Antonia Rodríguez y Martín Castillo Morales. La fotografía reproducía un conjunto de cuerpos enredados sobre una mesa escritorio. Cuerpos desnudos, que no mostraban ningún acto sexual explícito y apenas dejaban entrever sus partes ‘pudendas’. Pero con una importante carga sugestiva. Carga que sin duda no debieron soportar nuestros detractores, algunos de los cuales ya nos habían estado enviando amenazas y comentarios injuriosos a nuestras cuentas personales de Messenger.

Si para los raperos que difunden sus trabajos en las redes sociales los cenáculos del poder autoritario han encontrado una coartada democrática en el delito de exaltación del terrorismo, a los artistas y activistas maricas nos siguen persiguiendo las normas antiobscenidad. Y créanme si les digo que vivimos en una sociedad que tiende a calificar cualquier demostración más o menos explícita, e incluso no tan explícita, de sexo marica como un acto de obscenidad, solo representable en los espacios liminares del dominio social y virtual.

Es un viejo recurso. Un lugar común. Si se trata de argumentar contra las posibilidades de representación de los cuerpos no heteronormados. Criterios que apelan al ‘buen gusto’ (yo no discuto que pueda no gustarte un rap o una imagen homoerótica, sino que ello te confiera el poder de censurarlos), a ‘la protección de los menores’ y otra serie de topoi habituales en la retórica homofóbica de la cultura occidental.

Esta retórica neopuritana ya estaba presente en las sociedades occidentales antes de la era 2.0. Baste recordar los episodios de censura sin paliativos que sufrió la obra del fotógrafo Robert Mapplethorpe en la década de los ochenta, cuando la Corcoran Gallery de Washingtown canceló una retrospectiva de la misma por mostrar imágenes que se consideraron sexualmente explícitas o que denotaban un evidente componente homoerótico. El ultraderechista senador Jesse Helms llegó a presentar una propuesta para que se retirara todo tipo de ayudas públicas al arte a obras como la de Mapplethorpe. Hoy muchas de estas piezas también están censuradas en Facebook.

Ahora nos han tocado nuevos tiempos y nuevo vigía de Occidente. Donald Trump ha comprendido no solo que las redes sociales pueden y deben ser reglamentadas a partir de los principios de legitimidad del capitalismo tardío, sino que son también un importante punto de acceso a la subjetividad de sus usuarios y, consecuentemente, susceptibles de manipulación. No en vano aceptó la sugerencia de la empresa especializada en comunicación estratégica que se ocupó de su campaña electoral, Cambridge Analytica, de comprar a Facebook millones de datos personales de usuarios que se convirtieron en targets prioritarios de sus mensajes políticos sin ser conscientes de ello.

‘Informáticas de las dominación’, que diría Donna Haraway en los estertores de un fin de siglo gobernado por los reaganomics. Y el sexo, naturalmente, tampoco podía quedar fuera de este nuevo dispositivo de control y regulación. Las nuevas tecnologías de la comunicación han asumido hoy las prácticas y discursos de la policía médica, la epidemiología: Sintef, entidad noruega sin ánimo de lucro, revelaba la pasada primavera que Grindr, la mayor app de contactos entre hombres gays del mundo, había compartido datos tan sensibles de sus usuarios como su estado VIH con dos compañías contratadas para optimizar su programa informático. Datos que nadie puede asegurar que no vayan ser objeto de transacción mercantil o intereses necropolíticos.

Hemos despertado de la tecnofilia. Creíamos haber encontrado un altavoz para cada ciudadanx, logrado la democratización del concepto de opinión pública, pero algunos hacíamos lo de siempre: confesar nuestro sexo ante el poder, aquel que perdona, que te impone penitencia, que anota tus faltas en el libro de confesiones, que vigila tus malos pensamientos.

Ya lo ven. He llegado a empatizar mucho con lxs desconectadxs de nuestro ‘gran hermano’ primisecular durante estos últimos meses de clausura y cierre. Ahora estoy decidido a no confundir visibilidad con sobrexposición, a escabullirme entre los logaritmos de las apps que gobiernan la red para que el poder no me sujete, a no dejarme embriagar por lo que no es más que una simulación del encuentro con ‘el otrx’, a no confesarles mi sexo nunca más.

Tiempo de lectura ⏰ 3 minutitos de ná
Rafael
Imagen: Pedripol

Las cifras varían algo según los diferentes estudios y países, pero se puede concluir que en torno al 90 % de los hombres con acceso a internet consumimos pornografía. Llegando este porcentaje, en el caso de las mujeres, hasta el 70%, si bien se observa una clara tendencia ascendente de este consumo por parte del sexo femenino.

No es un secreto que el sector pornográfico mueve cifras millonarias en todo el mundo y que, como negocio altamente rentable que es, suele hallarse envuelto en polémica y negocios dudosos. Además de plantear, constantemente y por diferentes motivos, un peligroso juego al borde de la legalidad.

Resulta evidente cómo la nueva horda de producción pornográfica cosifica, maltrata y veja a la mujer de manera impune. En países como España, donde existen amplias leyes de igualdad y prevención de violencia de género, sorprende que este tipo de filmaciones, se difundan y campen a sus anchas a lo largo de la red.

Las zarpas del machismo más violento y radical han hallado un verdadero brazo armado en este tipo de producciones. No podemos obviar que los jóvenes que estrenan sus inquietudes y curiosidades en cuanto al sexo toman como referencia las prácticas de los videos pornográficos, algo comprensible dada la facilidad con la que pueden tener acceso a los mismos. Así podemos explicarnos parte del comportamiento de grupos de “jóvenes guapos y adaptados socialmente” que buscan y provocan situaciones y escenas análogas a las que han ido viendo y que han alimentado su espíritu de supremacía y violencia sexual. Escenas en las que son habituales los grupos de hombres servidos por un única mujer, escenas en las que se ven golpes más o menos fuertes, estrangulamientos más o menos simulados, llantos de chicas y demás atrocidades en las que siempre el hombre -o los hombres- es orgulloso dominador de la situación. Mientras, la mujer se emplea a fondo en el papel de sirviente complaciente de las fantasías ególatras y agresivas de uno o varios hombres.

Me dedico profesionalmente a la educación y no puedo más que pensar en consecuencia. Si tienes 13, 14 años, eres un chico y te inicias en el sexo mediante la visión de estas escenas, entiendes que la práctica del mismo es así. Naturalizas estas situaciones y no preguntas a tus padres si son las correctas o no. Aprendes que el hombre manda y que puede pasar los límites del respeto hacia la mujer porque, según se ve, ella en el fondo disfruta. Interiorizas tu superioridad y en poco tiempo te animas a compartir tus experiencias de machote desbocado con tus iguales e incluso con algo de “suerte”, podrás hacerlo en vivo y en directo junto a tus colegas. Para conseguirlo, en muchas ocasiones justificarás los medios, como puede ser un falso cortejo, el engaño frontal, la coerción, una mala borrachera o el uso de otras drogas en los casos más perpetrados.

En cambio, si tienes 13 años, eres chica y te inicias viendo las mismas escenas, tu aprendizaje vicario será bien distinto. Porque interpretarás lo felices que son los chicos cuando accedes a todo tipo de acciones y te sometes a prácticas extremadamente complacientes, te resulten agradables o no. Es más, si no te gustan te sentirás rara, inexperta, pensarás que no estás al nivel y harás probablemente por sacrificar tus gustos, tu palabra y tus propios pensamientos. Podrás llegar a regalar hasta tu propia dignidad y todo esto por responder a las perversas expectativas que el chico o los chicos van a poner en tí. Las consecuencias en tu autoestima, tu reputación y tu propio físico, pueden ser graves, pero tienes 13, 14, 15…20 años, ¿Quién piensa demasiado en las consecuencias de sus actos con esa edad?

Resulta brutal todo esto y cuesta entender por qué las administraciones competentes no toman cartas en el asunto. Es evidente que constituye un despropósito, un desastre, una bomba para la educación afectivo-sexual de la juventud.

Son varias las preguntas que debemos plantearnos alrededor de esta cuestión: ¿Por qué no se habla de este tema? ¿Por qué no se limita? ¿Por qué no se sanciona? Y la pregunta más complicada de todas… ¿Por qué gustan realmente estos vídeos?

Pareciera que hubiese una consigna oculta, pactada, algo así como “Que nadie toque a la pornografía”.

Tiempo de lectura ⏰ 4 minutitos de ná
Anita
Fotografía: José Montero

“Abrid escuelas y se cerrarán cárceles” (Concepción Arenal)

Nuestras vidas son el resultado de miles de momentos que pasaron, momentos que siguen atrapados en el baúl de nuestra memoria y que desempolvamos cuando nos invade la nostalgia o cuando necesitamos recordar para comprobar cómo hemos evolucionado. Lo que ahora es pasado, antes fue futuro.

Así, cuando cruzo esa calle, miro hacia arriba y me recuerdo con cinco años corriendo por el pasillo. Allí estaba mi clase de parvulitos, allí abrí los ojos al conocimiento, enlazaba letras y formaba palabras, sostenía un delgado trozo de madera y grafito que deslizaba por el papel para escribir, llenaba de colores una lámina con unos bordes que limitaban nuestros dibujos o dormitaba cinco minutos de siesta apoyando la cabeza sobre mis brazos en la mesa.

En el colegio se aprenden muchas cosas. Una de ellas, la más terrible quizás, la competitividad que transformaba en victoria ser la primera de la fila, distribuía al alumnado señalando a listos y torpes y fomentaba la frustración mediante un sistema de graduación de las calificaciones.

En casa, nuestra familia nos regalaba la educación cívica; pero en la escuela entendimos la importancia del espíritu de equipo cuando jugábamos a juegos y deportes que primaban la colectividad. Desde pequeña comprendí que había que proteger a las personas más débiles. La escuela me lo confirmó.

Recuerdo el templete de la Virgen, donde reposaba la comida y donde me sumergía en la lectura, el pasillo donde se oían los espíritus de niños que allí fallecieron, el olor a comida en el corredor del sótano, la máquina del chocolate, los estornudos causados por la  tiza, mis compañeras mellizas, el olor profundo a betún de aquellos horribles mocasines, las manos manchadas del aceite de la plastilina, las manchas de tinta china, el chándal azul de tres rayas,  la monja delgada y chillona que vigilaba nuestro comedor y el olvidado y majestuoso piano. La voz de Carmela procedía de la lavandería, allí cantaba con su moño italiano, oliendo a ropa recién planchada. Visité muchas veces la enfermería, donde me atendía Sor Santos, una monja cariñosa y menuda con sus zapatos ingleses de cordones.  Añoro a Sor Emilia la entrañable monja que se marchó por enfermedad pulmonar, recuerdo a otra monja que dejó los hábitos, la cadena del reloj de Sor Josefa, abriéndose continuamente mientras escribía en la pizarra, las monjas rectas y gruñonas, las dulces y serviciales; y, como no, el uniforme, esa prenda que se tornó tortura por nuestros deseos de vestir de “particular”.

En mis primeros años escolares quise ser azafata, enfermera y maestra, como muchas niñas. Según crecía, cambié mis aspiraciones por la medicina, el periodismo, y el Derecho. También quise ser política, así lo llamaba yo; no sé qué tendría en la cabeza con 12 años, pero  a lo más que llegué fue a delegada de clase.

Fui sociable, la “gafa cuatro ojos capitán de los piojos” que me hacía montar en cólera, y una zombie de Thriller en una fiesta de fin de curso. Pero había algo que nos etiquetó a unas cuantas durante mucho tiempo: ser mediopensionista, ni externa ni interna. Había niñas que dormían en el colegio porque procedían de familias con problemas, o porque su lugar de residencia estaba lejos; solían ser maravillosas, divertidas y con una calidad humana excepcional. Las externas eran todas las demás, que comían en casa y volvían a continuar la jornada de tarde. Y luego estábamos las que comíamos allí, y, salíamos por la tarde con el bocadillo de la merienda en la mano, ese bocadillo que nos volvía locas cuando tocaba de chocolate. Distinguir a tres grupos diferentes entre alumnas puede hacer que unas u otras se sientan mal, que no deseen pertenecer a ese grupo del que se avergüenzan o consideran de menor categoría; pero a mí me daba igual.

Pasé tantos años en aquel enorme recinto que podría contar muchas anécdotas, como casi todas las personas cuando volvemos la vista atrás. Afortunadamente fuimos a la escuela, y nos lo hacían recordar con las proyecciones de las filminas para que comprobáramos el hambre que pasaban en África y que interiorizamos de tal manera que no éramos capaces de dejar ni una miga de pan sobre la mesa. Si, ahí nació para muchas el sentimiento de culpa propio de las religiones, porque naturalmente acudir a un colegio segregado y de monjas tiene esos inconvenientes.

También pude comprobar por primera vez el vértigo. El balanceo de los columpios me hacía sentir náuseas y mareos relacionados con la altura y que yo atribuía a un miedo que tenía que vencer, porque tenías que socializarte, hacer lo mismo que las demás. Nadie quiere sentirse un bicho raro.

Una mañana al entrar en el patio nos dijeron que no habría clases porque había fallecido un Papa, y no lograba entender que las monjas lloraran por ello. Más tarde, durante una excursión a Portugal a otro Papa le dispararon, y volvieron a echar lágrimas, pero ahí ya sabía qué significaba ser el sumo pontífice. Nos grabaron a hierro la historia de la religión católica, el binomio premio-castigo, las brasas del infierno y las bondades del cielo.

Las cosas prohibidas iban desde comer chicle porque contenía petróleo, escribir con la izquierda, bañarte en un lugar donde lo ha hecho un hombre por temor a un embarazo, y muchas tonterías que las alumnas llegaban a creer.

Pero hay una historia singular que recordaré siempre, la aparición de la Virgen entre unos árboles del patio. Ese suceso corrió como la pólvora porque unas niñas presenciaron la aparición y todas iban en peregrinación a esperar el momento preciso en que se dejara ver de nuevo.

Una de esas niñas era yo. Un día, jugábamos tras la salida del comedor cuando se aproximó hacia nosotras la directora del centro -una mujer sobria, de cierto carácter, que más que respeto nos infundía miedo. Recuerdo su mirada inquisidora tras esas gafas terminadas en pico. Aún me produce desasosiego-. Nos preguntó si nos habíamos lavado las manos tras el almuerzo, y respondimos que no habíamos podido porque fuimos a ver a la Virgen. De ahí salió todo, tres o cuatro niñas asustadas, que en lugar de mentir y responder con un sí, inventaron una escena mariana. Todo se descubrió ante la insistencia de nuestras madres en que dijéramos la verdad, pero no recuerdo ningún castigo posterior.

Hoy tengo la certeza de que lo aprendido, para bien o para mal, nos ha servido a lo  largo de nuestras vidas, para seguir formándonos como personas. Por eso estoy agradecida desde la primera vocal hasta la fiesta de octavo curso para celebrar que nos marchábamos de aquel lugar.