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Garcia
Fotografía: Jesús Massó

Episodios como los vividos por Alex Salinas, el joven trans de La Isla a quien el Obispado negó la posibilidad de ser el padrino de bautizo de su sobrino allá por el verano de 2015 o, más recientemente, el revuelo montado por los sectores más ultramontanos del conservadurismo religioso por la presencia de drag-queens en la cabalgata de Reyes Magos de Vallecas, evidencian hasta qué punto determinadas categorías corporales -permítanme que lo exprese así- continúan siendo excluidas de cualquier relación con lo sagrado aun en un periodo de acendrado sincretismo religioso, filosófico y moral como el que vivimos.

Hablar de lo sagrado y de la condena a la inmanencia que la cultura heteropatriarcal ha venido dictando sobre sujetos que encarnan determinadas categorías-cuerpo no resulta tarea fácil cuando el punto de partida de quien enuncia el problema es el ateísmo más consabido. Pero permítanme hacer el esfuerzo de ir orillando este prejuicio de partida, empezando por esclarecer la dilogía intrínseca del término. Tanto en griego como en latín existen dos palabras para referirse a ‘lo sagrado’. En griego son hierós y hagios, pero mientras la primera alude a lo sagrado en referencia a lo divino como fuerza y luz, la segunda implica también la acepción de maldito. Algo muy similar a lo que ocurre con las voces latinas sanctus y sacer. Los sujetos inmanentes, inhabilitados para transcender el cuerpo, se vinculan a esta segunda acepción de lo sacro, desde Eva y Pandora, los cuerpos calcinados de los moradores de Sodoma y Gomorra o el ‘nefando pecado’, hasta la más moderna acusación de destrucción del hombre como proyecto de ‘la ideología de género’.

Victoria Sendón de León (Marcar las diferencias, 2002) recuerda además en los prolegómenos del nuevo siglo que lo sagrado se refiere también a determinados objetos o lugares que forman parte del culto y que poseen una especial virtualidad de transformación. Dos de esos objetos son el Falo y el Grial, que la ensayista feminista somete a una escrupulosa comparación. Para ello comienza recordándonos que el Falo, símbolo masculino de la fecundidad, era especialmente venerado en los cultos dionisiacos. De hecho, como objeto de veneración, este supone una metonimia de lo masculino en la que se toma la parte por el todo y cuya presencia o ausencia instaura un tipo de lógica. “Supone, pues, la condición mínima del sentido en la dualidad si/no, uno/cero y ser/no ser”, apostilla Sendón al hilo de la teoría lacaniana.

Sin embargo, mientras la metonimia opera por desplazamiento del significante, la metáfora actúa por condensación del significado, elaborando una sustitución de significantes. Por tanto, el Falo, como objeto sagrado, constituiría una metonimia; el Grial, una metáfora, pues está representado por una copa, un cáliz, siempre teniendo en cuenta que el cáliz es la sublimación cristiana del caldero céltico, que significa abundancia y transformación iniciática, y está, en consecuencia, vinculado con el atanor de los alquimistas, señalando claramente al útero materno. Aunque, como indica Sendón, “la experiencia espiritual en el Patriarcado se aleja de la inmanencia humanizada de la época matriarcalista y cambia las divinidades de la Tierra por dioses uránicos que residen en los cielos”.

Este anclaje de determinados sujetos a la inmanencia de sus cuerpos que Victoria Sendón analiza de manera magistral para el caso de las mujeres no resulta tan universal ni transhistórico como la extensión de la cultura heteropatriarcal nos podría sugerir. Así, el historiador Harry Hay (Radically Gay: Gay LIberation in the Words of its Founder, 1996) revela la fuerte vinculación del chamanismo con los individuos Two-Spirits de las culturas amerindias de los actuales Estados Unidos y Canadá. Las narraciones de los conquistadores españoles también revelan la presencia de personas con ‘dos espíritus’ en casi todas las aldeas que asolaron en América Central. Incluso la propia arqueología ha podido encontrar vestigios indicativos del vínculo que los incas establecían entre el homoerotismo y el transgenerismo y lo sagrado. De hecho, esta tendencia del chamanismo a ‘lo queer’ es ampliable a numerosas culturas: en la Antigüedad, los ‘ergi’ de Escandinavia eran chamanes afeminados, algo muy similar a los ‘kedoshim’ y los ‘galli’ de Oriente Medio, los ‘gatekeepers’ de los dogon, en África, o los ‘hijra’ de India, vestigios de los chamanes de la Diosa Madre.

Es más, puede que esta inhabilitación moderna de trans, maricas y bollos para trascender a lo divino ni siquiera resulte fundacional a la doctrina judeo-cristiana. El también historiador Jhon Boswell, en una obra, Las bodas de la semejanza, que algunos calificaron de oportunista por el momento en que se publicó, 1994, pero que en todo caso se apoya en solida documentación y que constituye el epígono de un trabajo investigador que comenzó dos décadas antes  con Christianity, Social Tolerance and Homosexuality (1980), asegura que la Alta Edad Media, durante la etapa paleocristiana, supuso un periodo de convivencia pacífica entre judíos, católicos y arrianos y de gran tolerancia hacia la vivencia y la convivencia homosexual, de manera que las persecución de los sodomitas no comenzó hasta el siglo XII, vinculándose a la emergencia del poder absoluto.

Boswell acredita además la existencia de ritos de enlace entre cristianos del mismo sexo, conocidos como adelfopoiesis (del griego “hacer hermanos”), ceremonias de hermanamiento que tenían lugar en una iglesia aunque carecían de un sacerdote como oficiante: los dos contrayentes juraban su entrega mutua sobre un altar y lo anunciaban a la comunidad a la puerta del templo. Además, el enterramiento común de ‘los hermanos’ otorgaba legitimidad religiosa al nuevo parentesco. Numerosas son las lápidas de cementerios británicos del Medievo donde hombres que reposan juntos se juraron amor eterno, por ilustrar la tesis de Boswell.

Ante todo lo expuesto, poco extraña, a pesar del discurso oficial de la Iglesia, que la Semana Santa que ya se anuncia en toda Andalucía vaya a sacar a las calles a numerosos homosexuales, buenos cofrades y bordadores de mantos sagrados, en busca de una trascendencia a lo divino que una sexualidad en voz alta les impediría, ante la mirada atenta y la sentencia de timbre cavernoso con que les acechan los próceres de su hermandad. Para mí, sin embargo, no es posible hablar del cuerpo y lo sagrado en el contexto del monoteísmo sin hacer un circunloquio que me acabe emplazando en el camino de la mística, la cual, parafraseando a Sendón, es el atajo para transcender a lo divino burlando la religión.

 

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