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La siesa

Fotografía: Jesús Massó

La noche es el momento preferido de la buena siesa. La quietud, el silencio, la intimidad que da la luz de la farola tras una cortina estratégica, donde poder apostarse cual explorador guerrillero, armado hasta los dientes con todo el arsenal necesario: pipas, refresco, el kit kat y la lima de uñas. Porque la siesa es sibarita de batalla, de instantes, y no hay bocado vulgar que no adquiera dimensiones divinas si se toma en el instante adecuado.

Y ese era la noche. De domingo a jueves cualquier noche valía, porque el fin de semana el ruido gaditano distorsionaba cualquier intento de sibaritismo siesil. Las noches de carnaval, semana santa o cualquier otra fiesta que sirviera como excusa para orinar en la calle merecían un apartado especial; y no producían en la Siesa los mismos efectos satisfactorios, ya que requerían de más planificación, de camuflaje y de todo un arsenal de objetos lanzables.

En aquella ocasión todo cuadró de forma perfecta. Noche de miércoles, su quinto de Cruzcampo (otra no podía ser) y su butaquita hecha a culo, personal e intransferible, en la que sentarse tras la cortina del balcón y que nadie la viera. En esos momentos, la Siesa se sentía la dueña de la ciudad, una reina, una soberana usando los fondos reservados para callar bocas y quitar vados a diestro y siniestro.
Esperó unos minutos bebiendo a sorbitos pequeños mientras movía su cabeza alternando las orejas en pos de una conversación interesante. En esas noches siempre había algo que oir. Como un insecto captando vibraciones, notó que cerca caminaba una pareja. Se frotó las orejas-antenas para agudizar sus sentidos y así poder hacerse una imagen mental de los individuos: una ella y un él jóvenes, 20 años; pelo corto ella, pelo largo él; vienen de cenar de un mejicano; han pagado a medias; él se ha tomado tres coronitas, ella agua mineral; él ha votado a Podemos, ella a Equo; ella perdió la virginidad a los 17, él se ha masturbado antes de recogerla; ambos son Rh+…

La siesa gaditana estaba expectante, ávida de información, y casi da un grito de alegría cuando la pareja de jóvenes se aposenta en el escalón de debajo de su ventana, dónde había una acústica perfecta.

-Susana, tengo que decirte una cosa.

-Me ha encantado la cena, eres tan divertido Fran.

Los dos jóvenes rien y la siesa da un sorbo a su cerveza, regodeándose en el frescor, en el sabor de esa Cruzcampo y sus burbujas.

-Susana, tú sí que eres divertida. Me encanta las cosas que cuentas.

-Eso es que me miras con buenos ojos, Fran.

Hay un silencio. La siesa intuyó que se acercaba el momento cumbre, el ansiado beso. Tenía la certeza de que Fran se iba a lanzar de un momento a otro. Le entraron ganas de decirle que adelante, que la vida son dos días y uno está lloviendo.

-Susana, voy a besarte…

-Oh Fran…

Ahí estaba por fin, el ósculo anhelado, y ella era el testigo invisible de aquel momento, y eso la emocionaba, la llenaba, como un volcán a puntito de bullir, como una olla a presión no regulada. Entonces nuestra Siesa abrió la boca casi sin querer, y de sus entrañas, sin preaviso, salió un enorme eructo que hizo que la Cruzcampo bendita inundara el salón. En su sonora expulsión se recogieron las cortinas como si fueran persianas. Los perros de todo el barrio ladraron a la vez cual posesos. A lo lejos saltó la alarma de varios coches, los bebés del barrio lloraron, una ambulancia tuvo que atender a varios ancianos por arritmia, y a la pareja espiada se les cortó la digestión.

Así que nuestra siesa, con las lágrimas «saltás» y los ojos enrojecidos aún, se metió pa´ dentro y se acostó. No sin antes rezar eso de «Cuatro esquinitas tiene mi cama», y decirse muchas veces «la próxima sin gas».

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