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Playa tablas mujer

Fotografía: Jesús Massó

Ahora que comienzan a calmarse las rápidas aguas del verano (aunque ya sabemos que en Cádiz el verano alarga sus dedos anaranjados hasta bien entrado septiembre) quizás sea un buen momento para parar el balón y pensar en todo lo que ha ocurrido en estos meses de levante y trasiego estival.

Es cierto que la ciudad ha atravesado un verano especialmente ajetreado en lo cultural y lo lúdico, y que comienza a extenderse entre la gente la idea de que con ello el nuevo equipo de gobierno ha demostrado imaginación, capacidad organizativa y hasta cierta audacia. Y esto es algo que hay que celebrar pues, durante este primer año de gobierno del cambio, los cepos de la oposición, la inexperiencia e ingenuidad propia de los concejales debutantes, la descoordinación interna y, sobre todo, la gota malaya diaria de la prensa hostil y sus voceros había comenzado a instalar en la opinión común la idea de que “la ciudad está paralizada” y que “estos no saben gobernar y van a llevarnos al abismo”. Aun así, el verano y sus jaranas han venido a contrarrestar un poco esa peligrosa campaña de erosión y ha supuesto un primer espaldarazo simbólico a la gestión del nuevo equipo de gobierno y, sin duda, va a servir para ayudarle a afrontar el nuevo curso con cierto refuerzo popular y con otra energía diferente a la de estos meses pasados. En esto parece que todo el mundo podemos fácilmente estar de acuerdo.

Sin embargo, habría que subrayar algunos interesantes matices al respecto. Por un lado, lo cierto es que la programación de este verano no es del todo diferente a la de otros veranos anteriores, ni en la programación en sí ni en la filosofía que tras ella subyace. Es cierto que se han producido algunos pequeños matices inteligentemente diseñados que han dado un carácter más festivo, alegre y social (la Regata ha sido el ejemplo más claro) o han mostrado procesos profundos de más calado en lo cultural y lo asociativo (la recuperación de ese excelente espacio que es el ECCO y que parecía enterrado en vida). Y no ha faltado la intrepidez, como con la disolución pacífica del monstruo de las barbacoas. Ni siquiera, en la variedad, han faltado propuestas que más bien parecieran diseñadas en los sótanos del think tank del teofilato (como las puestas de sol con música). Pero la verdad es que grandes cambios de calado, estructurales, de pensamiento base, no se han producido.

A pesar de todo, lo innegable es que la ciudad ha mostrado un músculo callejero animoso, abigarrado y especialmente alegre. Vivo en el centro y sé de lo que hablo. Este verano se ha notado un fulgor, un alborozo y un júbilo que, aun con veranos semejantes en lo institucional, hacía mucho que no sentíamos. Por algún extraño misterio, que no tiene que ver directamente con la gestión municipal, este verano las calles de la ciudad han brillado de otra forma. Es asunto que ni economistas ni sociólogos podrían explicar. Y es que parece que hemos recuperado algo de lo que habíamos perdido. El largo teofilato había ido año a año cortando para esta vieja y dicharachera ciudad un traje burguesito, recatado, vetusto y tristón. Un traje grisáceo que no terminaba de ajustarse bien a la tradicional forma de ser de la gente de la ciudad. Ni los grandes eventos, ni los conciertos veraniegos, ni un nuevo estadio, ni las regatas anteriores, ni las cifras de los cruceros…  nada parecía, en realidad, darnos del todo alegría. Porque la alegría se había perdido. Nos la habían quitado a favor del orden, la limpieza y el descanso de los vecinos (esos tristes balconettis de la vida). Esa alegría callejera, hedonista, populachera, ruidosa, sencilla, un pelín canalla y proletaria que esta ciudad había perdido, hija bastarda de la picaresca y la libertad (la libertad pequeña, la real, no la otra, la opulenta, la de las constituciones) parece sin embargo haberse asomado en este verano por nuestras a calles. Y eso a pesar de que algunos vecinos, perfectamente troquelados durante la larga cuaresma nocturna del teofilato, no duden en aguarnos la fiesta (hasta Horeca ha tenido que salir a cantarles las cuarenta a los vecinos protestones).

Así que el gran cambio no han sido los pequeños cambios, que habrán contribuido, sin duda, pero que por sí solos no bastan para explicar la flor extraña y hermosa que hemos visto este verano por nuestras calles. El cambio, el verdadero cambio que esta ciudad ya necesitaba, no tiene tanto que ver con lo municipal sino con las energías nuevas de una ciudad y unas gentes que, poco a poco, tras el oscuro invierno del régimen anterior, se vuelven lentamente a encontrar consigo misma.

Ahí reside el milagro. Ahí está el misterio.

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