Detrás de la estatua hubo un hombre, detrás del hombre hubo un escritor (o muchos escritores), y en el fondo, hubo una Ciudad y muchas ciudades. Acercarse a Fernando Quiñones es decidir qué elegir entre lo múltiple, si es que hay que elegir. La escultura del llorado Luis Quintero en la misma entrada de La Caleta nos ofrece una figura estática de alguien movedizo y poliédrico. Pero si me tengo que atener a su obra, a la relevancia de su obra, habrá que empezar diciendo que Quiñones es uno de los escritores más singulares de la generación del medio siglo, de esa generación de niños de la guerra, como él precisa en Crónicas de España (1966), la antología que preparó para Jorge Álvarez, el editor bonaerense que llevó la modernidad literaria y la edición alternativa a la Argentina de los 60, en la que él mismo se incluye. Quiñones fue singular por periférico y por poco acomodaticio, pero destacó en todos los géneros, en especial la poesía y la narrativa. Su carrera literaria había arrancado hacia 1948, cuando fundó con otros jóvenes la revista El Parnaso, que daría origen después a Platero. De 1957 son sus primeros libros de poesía, pero es con la serie de las Crónicas, iniciada en 1968 con Las crónicas de mar y tierra –la que él llamaría su segunda época-, con la que encontraría un sello personalísimo, marcado por el deseo «de ser desde otros, / con otros», en una suerte de solidaridad con lo humano. Una poesía narrativa, pero sobre todo poesía, que pretendía abandonar el intimismo (ese «lamerse por dentro» como él diría) para abrazar al otro, a la multiplicidad de seres concretos, con sus pequeñas y grandes vidas, inmersos también en el Tiempo y en la Historia.
Su carrera narrativa, en especial como escritor de relatos (nunca cuentos para él), quedó ligada al premio que obtuvo en 1960 en el concurso convocado por el diario La Nación de Buenos Aires en cuyo jurado estaba Borges, autor de referencia desde su juventud junto a «papá Hemingway», y cuya amistad le ayudó, pero también le granjeó envidias y críticas. En la más de una decena de libros de relatos que publica desde La gran temporada (1960) a El coro a dos voces (1997), Quiñones demostró ser un maestro del género, que cultivó uniendo al realismo inicial que retrataba las penurias de la España de posguerra (donde asomaban el vino y los toros) la veta fantástica, que está en él muy desde el comienzo. Su obra es una inmensa galería de personajes variopintos que tienen en común, creo, el fracaso. Quiñones apuesta por los perdedores, retratando las voces humildes de las gentes del Sur, a las que se sumará, inevitablemente, la voz del escritor culto que era. Pero son esos monodiálogos de «El testigo» o de su emblemática «Legionaria» los que nos ofrecen quizá su aporte más personal en la narrativa breve, también relacionada con esa emergencia del andalucismo de los setenta. Nacida de «Legionaria» llegaría su primera novela, Las mil noches de Hortensia Romero (finalista del Premio Planeta en 1979), que, junto a La canción del pirata (finalista del mismo premio en 1983), significarían el espaldarazo del narrador Quiñones. Luego seguiría escribiendo otras novelas hasta llegar a La visita, su última entrega, en 1998. Hay en toda su obra un mirar atrás, a un ayer, que en el caso de la ciudad de Cádiz no carece de nostalgia hacia un pasado que en el sentir de Quiñones parece flamante en comparación con el hoy.
Si del teatro se ocupó menos –destacamos Andalucía en pie (1980) y El grito (1983)-, también cosechó un notable éxito, sobre todo con las adaptaciones que se hicieron de sus obras, así ocurrió con Legionaria (1979) y con El testigo (1986).
Pero además Quiñones fue articulista, antólogo, prologuista, ensayista, activista cívico y cultural (en 1968 creó el festival de cine y cultura Alcances con el lema «para todos los gaditanos»). Experto flamencólogo, aportó obras como De Cádiz y sus cantes, «un libro imprescindible en el estudio del arte flamenco», según Félix Grande, y que supo divulgar desde la televisión con programas como Flamenco (1974-1977) o Ayer y hoy del flamenco (1980-1981). Viajero incansable desde que en 1952 se marchara a Madrid, sin abandonar del todo Cádiz, se convierte en un especial embajador en Hispanoamérica, donde todavía, como dice José Ramón Ripoll, se le recuerda, como se recuerda su casa –la de Madrid y la de Cádiz-, lugar de acogida para todo el que llamara a su puerta.
«Desde muy chico –dijo-, las palabras me sabían en la boca a caramelos o boquerones, a tierra o a incienso o a sudor…Y no eran un medio de expresar las cosas, sino las cosas mismas y aún más; todo un sonoro mundo independiente cuya armonía y música habían de respetarse y amarse […] tuve la suerte de darme cuenta pronto […] de que estaba en el mundo para servir a las palabras y a cuanto pudieran encerrar». Ese servicio a la palabra lo respetó hasta el final. Pero también su servicio a las gentes, su estar en la calle, le hizo cultivar un abundante anecdotario que le sigue acompañando y que no pueden hacer ocultar al gran escritor que fue y que se esconde detrás de su figura. Cada cual puede elegir al Quiñones que prefiera, cada lector su nivel de lectura, pues la estatua de Quiñones no es fija, aunque lo parezca; se mueve, pero en su movimiento, no lo olvidemos, dibuja un magnífico y complejo escritor.